Decíamos que el cambio de Código Penal en 1983 era un avance, pero no era panacea. No por estrenar nuevas prohibiciones dejarían las personas de delinquir y el Estado superaría la ineficiencia en su aprehensión, procesamiento y condena, aspectos esenciales que por acá suelen soslayarse.
De todas maneras, el vetusto cuerpo legal de 1906 se seguiría aplicando porque, conforme al principio de legalidad, todo delito y falta ocurrido antes de la entrada en vigor del nuevo y cometido entre el 8 de febrero de 1906 y el 12 de marzo de 1985 sería sancionado bajo las normas derogadas, excepto cuando fueran más gravosas para el imputado (principio de favorabilidad).
Aun así, la sociedad hondureña celebraba entonces el advenimiento del novel e “incompleto” texto publicado sin dos artículos (el 130 y el 131), “abortados” un mes antes por la amenaza de excomunión que dedicó el arzobispo a los legisladores que los incluyeron para exculpar ciertos tipos de aborto. Con su conciencia en paz, la curia catracha lamentablemente no dijo nada sobre las rebajas o aumentos de pena en los delitos de estupro, ultraje al pudor y rapto, dependiendo si la víctima era mujer “honesta” o de mala fama.
La ola modernizadora de la nueva Constitución se extendió a otras ramas del derecho, incluyendo al procedimiento penal y otras de derecho público y privado. En cada reforma o creación legal contribuyeron asesores extranjeros y especialistas locales que durante las siguientes tres décadas modificaron el “código ejemplar”, casi siempre reaccionando a delitos de alto impacto, y mediando alarma política interna o externa, para aplacar los ánimos de una población preocupada por el aumento de la delincuencia. En cada caso, los poderes Ejecutivo y Legislativo se habituaron a aumentar los años de castigo “a la carta”, para dar solución “definitiva” a la impunidad y a la inseguridad. Así llegaron la prisión a perpetuidad y las altas penas que tampoco resolvieron los problemas.
Allá por 1999, un nuevo código procesal penal se vendió como la “piedra filosofal” para resolver la crisis del sistema de justicia. Para hacer realidad el derecho a la presunción de inocencia (la gente sería juzgada en libertad), debió enfrentar las malas miradas de una población que demandaba capirote y sambenito para todo imputado. En medio de las quejas populares por su “benevolencia” (y los favoritismos en su aplicación), los diputados inventaron excepciones para que la privación de libertad siguiera dominando.
Los voceros locales del derecho penal mínimo -que pretende que la opción punitiva sea la última opción ante conductas indeseadas - comenzaron desde entonces a proponer un nuevo Código Penal. Uno moderno, con castigos equilibrados y justos. Pero no el que la “clientela” estaba acostumbrado a saborear.