Otoniel Guevara, gran hombre, activista cultural y leal patriota regala a la nación centroamericana su antología “Fogata”, recopilada por Fabricio Estrada y de inédita vitalidad. “Un poeta” afirman los editores “que se llevó el verbo y la bala de justicia a la montaña, y allá, entre fogatas tímidas, contó historias de cuadernos de infancia, de injusticias, guerras, de cacicazgos presidenciales y amores”...
Iguales paladines son dos incansables orfebres, labradores insomnes: Alberto Destéphen y Adrián Torres, el primero con “Instantes infinitos”, diversidad creativa que en 27 poemas conjuga lenguajes tiernos y científicos, despechos de amor y nostalgia, universos de soledad. Es espécimen único en la composición moderna por cuanto emplea un vocabulario aparentemente frío pero intenso de emoción que le hace oscilar desde el cosmos a la nada y desde el infinito agónico de la mente a la imaginación y el dolor.
Atención a Melvin Pérez (Luca Moriatur. “Clareando versos noctívagos”), de ancha experiencia artística y hoy literaria. Ha publicado cuatro poemarios de exploración de la realidad buscando alejarse del poema fácil y la amonedada banalidad donde otros apresan la poesía: “sigo aquí... / Entre mis versos, mis libros / mi mundo de fantasmas y mi música de Sabina”. Bienvenida, además, a Adolfo Padilla Morales (“Silencioso paraíso”), breve texto donde retoma el ejercicio de la poesía y su particular búsqueda de cómo lo hermético y lo bello se entrelazan al silencio humano.
Además, dos amatistas editoriales: Armando García, archivero de vocabularios y prestidigitador del verbo, particularmente en su reciente “Horizonte de perros”, donde combina relato con cuento, imaginación con apego a la inmediata cercanía del pueblo, hechos fantásticos que sería fácil atribuir a alguien de verdad. Y luego su infume humor, desde tierno a vitriólico, de inocente a irónico, pero sobre todo eminentemente anclado a los personajes y caracteres de este suelo patrio tan querido y dolido.
Pertenece a la autoría de Mario Argueta un interesantísimo texto de evidencias del pasado: “El pincel, la pluma y el martillo: Confucio y Zoroastro Montes de Oca” (2ª ed.) en que relata con suficiencia de investigación la vida y obra de estos mellizos de arte y revolución, ambos hermanos y que retratan, dolorosamente, otro caso en que la inspiración se eleva a esferas maravillosas para luego fenecer triste, escasa de logros, abundante de pasión.
Confucio es pintor de finas tramas que también escribe. Obra suya rescatada es “Juana”, novela de ribetes modernistas aunque con suma dignidad. Zoroastro es peleador sindical marxista y obrero de la madera, bravo gestor de rebeliones y huelgas, adalid contra la explotación de lo que llamó “mafia siciliana” de las plantaciones bananeras. Aquel muere a los 29 años (1925), Zoroastro en 1960. Sus cartas muestran “la visión del holocausto, de la autodestrucción del artista que buscó con gran autenticidad una fórmula certera, un lenguaje nuevo mediante el cual pudiera expresar sus sueños e ideales”.
Brevísimo espacio este para deducir conclusiones, excepto la del sufrimiento que acompaña siempre a los héroes del pensamiento y que el Estado sigue incapaz de sanar.