Cuando el presente y futuro lucen sombríos, es un buen ejercicio dar repaso a los libros de historia para comprender mejor los hechos actuales y encontrar la inspiración y creatividad, que parecen jugar al escondite cuando más se les necesita. Como si se tratara de la cartelera de un teatro con limitada producción, de tanto en tanto se repiten tragedias, farsas, comedias, dramas y sainetes, en las que actores de variado talento juegan los roles principales y secundarios (protagonistas y antagonistas) que sus particulares contextos les han asignado.
Las acciones siempre han contado con detestables villanos, improbables héroes, figurantes sin rol significativo, con el omnipresente coro representando la voz de la comunidad y narradores explicando, sin dejar detalle al azar.
En 1924, un arrepentido liberal pasó a la historia del oprobio por impedir -desde su posición presidencial- que el Congreso Nacional reconociera un triunfo electoral de la oposición. La guerra civil resultante entre los caudillos de la época dejó más de tres mil muertos, dos millones de dólares en pérdidas, bombardeos y destrucción; el fratricidio solo pudo concluirse tras la intervención norteamericana que, cual Deus ex machina, sentó a beligerantes a bordo de un buque (USS Milwaukee) para que firmaran un acuerdo que marcó la historia nacional para los siguientes 25 años: democracia y larga dictadura incluida.
Otra sucesión amañada en el año 1919 ya había provocado una guerra civil con dos mil bajas, incontables daños y que también contó con los “buenos oficios” yanquis para que los hondureñitos hicieran las paces (esta vez en el USS Chicago). Tal y como pasaría cinco años después, con media humanidad enfrentando la gripe española (gran pandemia del siglo XX), las ambiciones desmedidas de dirigentes políticos que querían continuar en el poder, imponiendo a sus parciales, provocaron un conflicto armado que sería causa y origen del pleito posterior. Es decir, cuando algunos asuntos no quedan bien saldados ni “amarrados” en una negociación o acuerdo, pueden provocar futuras desavenencias, importando poco los textos constitucionales, discursos floridos y buenas intenciones de cándidos demócratas.
Guerras intestinas como golpes de Estado han tenido el elemento común del protagonismo de osados facinerosos que intentan (con éxito efímero) burlarse de la voluntad popular y del sentido común. En 1904 ocurrió un golpe porque un presidente disolvió el Poder Legislativo, en 1956 porque otro hizo fraude electoral. En 1963, el creciente odio de arengas populistas de uno hizo que las Fuerzas Armadas dieran al traste con una naciente institucionalidad.
La incertidumbre que hoy experimentamos no es nueva. Ocurrió en 1985 (y 2009) también y los actores de entonces supieron escribir sus historias, trascendiendo los caos de turno. El escenario está dispuesto, con luces y tramoya. La función está por empezar, y como se dice en las tablas para desear suerte a los actores “¡Mucha mierda!” (break a leg!)