Columnistas

Cuando los gobiernos no escuchan

“Queremos que se respete la voluntad popular expresada en las urnas” (Guatemala); “No queremos que vengan a explotar los minerales de nuestro país” (Panamá).

Dos causas diferentes, producto de una misma actitud: autoridades que no escuchan el clamor popular y causan la reacción de la gente, que exige ser escuchada y respetada. Es entonces cuando las crisis alcanzan proporciones alarmantes por sus efectos negativos que a todos afectan.

Tres semanas de bloqueos de carreteras, el tiempo que llevan las protestas en Panamá y duraron las de Guatemala, dejaron a ambos países con problemas de abastecimiento. Es entonces que el dedo acusador apunta a los bloqueos (el efecto), pero se suele olvidar la actitud de las autoridades (la causa), los dos protagonistas en medio del caos generado.

En Guatemala, el oficialismo y sus aliados ­–una poderosa amalgama formada por partidos políticos, militares, estructuras de corrupción, y algunos empresarios y medios de comunicación–, que controlan el sistema de justicia, han actuado contra el proceso electoral y persisten en su afán por hacer que el presidente electo, Bernardo Arévalo, asuma con poco más que una camisa de fuerza impuesta por esas fuerzas oscurantistas.

Cuando intentaron denunciar fraude e invalidar las elecciones, un movimiento indígena llamó a un Paro Nacional que se mantuvo por tres semanas. Se bloquee la red vial de todo el país y, como en Panamá, provocó desabastecimiento de alimentos, combustibles, además de limitar la libre locomoción de las personas. Todo eso, un efecto causado en el fondo por las autoridades, pero no reconocido así por muchos. El movimiento cedió, pero persiste con protestas –sin bloqueos– para exigir la renuncia de los funcionarios judiciales responsables de aquel caos, quiénes no son más que la parte ejecutora de ese plan maquiavélico que, sin embargo, sigue su marcha.

La situación en este país centroamericano es compleja y nada indica que pueda haber una solución diáfana. Habrá batallas de distinto tipo antes del cambio de gobierno el 14 de enero próximo y no cesarán después, porque esa alianza, que se volverá opositora, mantendrá el control de las cortes de justicia y el Congreso. El peligro es entrar en una situación parecida a la que ha vivido Perú en épocas recientes.

En Panamá es un tema que se ha vuelto recurrente en Latinoamérica. La explotación minera es rechazada por diversas causas, desde la protección ambiental, hasta por la desmedida explotación de los recursos naturales por compañías extranjeras que pagan bajas regalías, casi siempre después de obtener contratos ventajosos a cambio de sobornos.

Los gobernantes de turno en muchos de nuestros países se olvidan que, al ganar las elecciones, solamente están recibiendo un mandato popular, pues la soberanía radica en el pueblo, quien la delega por medio del voto. Nada más. Sin embargo, muchos de ellos piensan que han recibido una “patente de corso”, esa que España e Inglaterra concedían en la Edad Media a ciertos piratas para que pudieran asaltar descarada e impunemente a barcos de otras nacionalidades.

En las dos crisis mencionadas hay un trasfondo común adicional: el fantasma de la corrupción. Lo denuncian los panameños, como principal causa de la concesión minera, y se ha hecho patente en Guatemala, en donde la vieja política corrupta se resiste al cambio y, sobre todo, teme ir perdiendo el enorme manto de impunidad que ha logrado entretejer durante los últimos ocho años.

Insisto que no se puede negar el efecto negativo que tienen protestas con bloqueos, pero debemos tener presente la causa que los provoca, que no es otra que la actitud irresponsable o abusiva de las autoridades.

Sin esos actos –que rayan en lo temerario–, ya sean el acoso judicial a un proceso electoral o una peligrosa concesión minera, no habría protestas, mucho menos los controversiales y extremos bloqueos de carreteras.

Es evidente que el quehacer político debe corregir su rumbo a lo largo y ancho del mundo. Las explosiones sociales son cada vez más frecuentes, como más frecuentes los abusos, la corrupción y la impunidad. Sin todo esto, las protestas no tendrían razón de ser.