Broma de los politiqueros mil máscaras

Una máscara se usa en Washington y otra en Caracas. Un antifaz para desplazarse en la caminata de los sindicalistas”

  • 08 de octubre de 2025 a las 00:00

En la década de los sesentas del siglo XX apareció un personaje dedicado a la denominada lucha libre en México, denominado el “mil máscaras”. Eran las épocas de la producción y difusión paulatina de los aparatos de televisión en blanco y negro, con escasos canales operando unas cuantas horas al día, con tubos de rayos catódicos, una pantalla de fósforo con bajísima resolución y sin control remoto (inimaginable para la generación “Z”). Todavía poseer aquellos aparatos marcaba la clase social y el estatus económico. En Honduras, todavía era más precaria la situación, con poca electrificación, pírrico ingreso y en abundantes casos, la única manera de que las personas y especialmente los niños vieran televisión era pagando con fichas de moneda local a los privilegiados vecinos que ya poseían un aparato. El “mil mascaras” había nacido en el estado de San Luis Potosí, México, allá por 1942 y aún sobrevive, siendo ya un octogenario. Acostumbraba a usar una máscara distinta en cada presentación, en las que prácticamente se dramatizaban duras y hasta sangrientas peleas en cuadriláteros preparados para amortiguar caídas y lances que entretenían a un público hambriento de diversión. La televisión, el cine y la radio fueron convirtiendo en una leyenda a éste y a otros personajes. La ingenuidad y fantasía de gran parte del público recreaba estas ficciones como parte del “entretenimiento” manejado básicamente por el interés comercial.

“Mil máscaras” compartía escenario, entre otros, con “Santo, el enmascarado de plata” y “Blue demon”. En sus historietas y sus entretenidas películas, aún con modestísima calidad, luchaban contra las Momias de Guanajuato o las de Coyoacán. Resulta que la realidad política hondureña bien podría retratarse en esta y otras figuras del espectáculo antiguo. Varios personajes del tripartidismo contemporáneo disfrazados parecen haberse inspirado en ese patrón de comportamiento. Usan una máscara distinta según la ocasión y se jactan de “nunca” haber sido descubiertos en sus reales intenciones con sus acciones y “hazañas” heroicas. Ellos mismos o achichincles bien pagados con dinero público, cada cierto tiempo los lisonjean y los elevan a la categoría de “héroes” o incluso “próceres” comparándolos, en máximo arrastre, con los verdaderos héroes, suplantando a las auténticas figuras de la historia nacional.

Una máscara se usa en Washington y otra en Caracas. Un antifaz para desplazarse en la caminata de los sindicalistas. Otra máscara para repartir el pastel de la burocracia privilegiada en la mesa tripartidista; otra cuando hablan con los financiadores de campaña electoral y otra, cuando engatusan a los ingenuos con su fingida cruzada antioligárquica. Otra máscara subliminal para pagar la millonaria pauta publicitaria a las corporaciones que les abren el “cerco” mediático. Y así van, de máscara en máscara, a lo mejor hasta superan al personaje original. Todo va bien y hasta pareciera que ni el tiempo permitirá desenmascararlos. Sueñan que será un engaño eterno y que nunca les pasará nada. Se creen inmunes a la justicia local y a la foránea. Lo mismo decía un exgobernante ya condenado. Se autoengañan con el cuento de que quedarán en la historia eterna como grandes “revolucionarios”.

Suena a chiste, pero, a lo mejor es como escribió Hesse en un fragmento de “El lobo estepario”: “En la eternidad, sin embargo, no hay tiempo, ... la eternidad es un instante, lo suficientemente largo para una broma”.

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