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El Chelato que conocí

Un día entró a la oficina agitado, preguntando por mí; se apoyó en el escritorio para decirme, desalentado, que leyó que a los de Telenoticias, el equipo de fútbol de un periódico nos había ganado 5-0; por entonces yo dirigía TN5, y quise atenuar el asunto: expliqué que los jugadores no nos habían llegado, y él soltó desconsolado: “Qué barbaridad, mejor no hubieran jugado”.

Así era de intenso Chelato Uclés cuando se trataba del balón, todos los partidos eran importantes, y no había excusa para perder por apatía, desinterés o negligencia; descubrí que el fútbol, que para nosotros era una tarde solaz, una emoción temporal, una afición entre otras, para él era una forma de vida.

Cuando yo era adolescente lo miré dirigir los partidos de la Selección Nacional; era un punto más entre la multitud que repletaba el estadio capitalino, en aquel torneo hexagonal del 81. Meses después lo seguimos por televisión en el inolvidable Mundial España 82, cuando el primer gol hizo temblar Honduras como un sismo.

Siempre me pareció huraño, reservado, muy serio; hasta que años después lo conocí, y seguí pensando lo mismo, pero más agradable. Se venía a mi oficina y hablábamos, por supuesto, de fútbol, ese vicio que no podemos ocultar, de jugadores, equipos, tácticas y estrategias.

Pero también conversábamos sobre gobiernos, funcionarios, política; recordaba a los clásicos griegos, la construcción del Imperio de Roma, nombres de la Filosofía y la Historia, porque algunos aficionados nunca supieron que además del balón, Chelato tenía una buena relación con los libros.

Cuando algunos políticos nos ofrecieron candidaturas como diputados al Congreso Nacional -de esto hace 25, tal vez- lo platicamos con Salvador Nasralla, y no nos animamos; Chelato sí, y ganó. Quizás se enteró -desencantado- que allí las cosas no son como uno quiere, que las buenas intenciones se estrellan contra sórdidos intereses.

Quiso la vida también que un hilo parental nos acercara, incluso tuvo la intención de que una hija suya se viniera a vivir con nosotros, para tenerla en un ambiente familiar y cerca, pero nunca lo concretamos, aunque lo hablamos varias veces en su casa del centro, entre decenas de casetes con partidos de fútbol y libros de todo tipo.

Pasaron los años y se fue a dirigir a otros equipos, otras ciudades, nos perdimos un poco la pista; de repente me llamaba, cuando leía algo mío en EL HERALDO, y volvíamos a la política, al fútbol, a algún pariente, y preguntaba por mi padre, con quien alguna vez habló de poesía.

Un día lo encontré en un quiosco del parque de Valle de Ángeles vendiendo recuerdos del Mundial de España, subí para saludarlo -supe por las noticias que estaba enfermo- y fue conmovedor que tardó un ratito en reconocerme, se sonrió con disculpas, y nos despedimos con abrazos.

Creo que fue la última vez que lo vi.

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