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Balada con herido pájaro

Debió ser febrero de 1969 cuando Irma Leticia de Oyuela, directora de extensión cultural de UNAH, convocó al lampiño mozo aeronauta que era yo ––para entonces padre de tres hijos y profesor de letras en la Escuela Superior–– hasta su oficina para comprobar si las recomendaciones de maestros como Alejandro Barahona, Leisly Castejón y Andrés Morris, que me elogiaban, eran verdad.

Verdad no solo didáctica, que sobraba, sino literaria, pues dos años antes esta misma institución educativa me había otorgado (por tres cuentos de “Los guerreros de Hibueras”) el segundo premio de un certamen narrativo donde concursaron siete obras, pero en las que no parecía haber, a opinión del jurado, sobresaliente calidad.

Tal fue una maldición, acepto, pues desde entonces quedé finalista en otros cinco eventos similares, incluyendo Planeta y Alfaguara, sin coronarme triunfador. Sabiendo luego sobre las picardías que revelara un editor español en torno a las jugadas comerciales de dichos concursos (y trampas políticas de otros como el Casa de las Américas), decidí no participar más en charadas literarias. Y Lety dijo, tratándome de vos ––cosa que al chavalo invadía con satisfacción haciéndole creer que formaba ya parte de la argolla intelectual del país–– que le enseñara lo que escribía para considerar su publicación.

Le puse en manos unas setenta hojas de cuentos trabajados a desvelos y penas entre el médano de la esclavitud laboral en San Pedro Sula, donde era profesor taxi (de siete horas matutinas a diez nocturnas en diversos colegios, desde la Academia Sula al María Auxiliadora, el Guadalupano en Lima y el Copantl mixto), tras lo cual medio nochesco, dormidos Nohemy y los niños, me aficionaba a escribir íngrimo, sin ambiente y esperanzado en que un día la patria, los lectores y la humanidad se sumaran a mis letras y me darían triunfos, si no de dineros pues de celebridad.

El libro apareció el mismo año ––ilustrado por el genial cubano hondureño Gelasio Giménez, a quien Lety apreciaba–– bajo el anormal título de “La balada del herido pájaro”, cuya inversión adjetiva (no pájaro herido sino, antelado, herido pájaro) causó revuelo entre ortodoxos.

Sus cuentos llamaron la atención porque se apartaban drásticamente de la narrativa ortodoxa y rural de la escritura hondureña confeccionada hasta entonces y se integraban a la ambición cosmopolita de proyecciones estéticas inspiradas por Arturo Martínez Galindo, como una segunda etapa de este, que Lety visionariamente advirtió, impulsando, lanzando aquellas artes de letras a nuevas dimensiones hasta entonces ignoradas. Lo dicen los críticos, no yo.

“La balada del herido pájaro y otros cuentos” se agotó con la misma velocidad que me crecía el ego y fue luego reproducido un par de veces en Costa Rica (logró unas ocho ediciones, más la que en 2019 publicará la bella Isolda Arita desde Editorial Guaymuras). Aparece allí un cuento cursi que encanta a la gente (“El gozo en el pozo”) más algunos nuevos, particularmente

“Nidia al atardecer”, mi favorito por la radicalidad política de una mujer de 70 años que continúa peleando su revolución cultural… Ignoro si fue intencional, pero la dama de ese cuento se parece mucho a Lety, a quien hoy seguimos añorando.

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