En Honduras, la Navidad empieza muchas veces con una pregunta aparentemente sencilla, pero cargada de historia doméstica ¿y las torrejas? Antes de hablar de regalos, villancicos o cenas, surge ese pequeño debate familiar que se repite cada año. Las hay con rapadura, con panela clara, más secas o bien empapadas, y cada casa defiende su versión. En esa discusión mínima, casi siempre amable, se concentran recuerdos, afectos y una forma muy nuestra de entender estas fechas. La Navidad hondureña ha sido, por generaciones, un tiempo de encuentro. Un país de profunda raíz cristiana que ha vivido diciembre como un espacio para reunirse, agradecer y compartir. Las misas, las visitas y las mesas familiares han marcado el ritmo de estas fechas. Con el tiempo, surge la pregunta inevitable ¿ha cambiado la Navidad o hemos cambiado nosotros? Tal vez las tradiciones siguen ahí, pero las miramos distinto. Hoy, las vísperas se sienten diferentes. Conviven quienes mantienen su rutina con quienes enfrentan una realidad más incierta. Un país que no deja dormir pensando en el mañana tampoco deja soñar. Aun así, la Navidad insiste en recordarnos el valor de compartir, incluso cuando hay poco.
Diciembre también nos enfrenta a lo personal. A familias que cambian a silencios largos, a heridas no resueltas. Vivir una Navidad en paz no siempre significa reunirse a toda costa. A veces la paz es saber esperar, tomar distancia o cuidar el equilibrio emocional. Y si hay espacio para el reencuentro, que sea desde la calma y no desde la obligación. Al final, quizá la pregunta no sea quién trae las torrejas, sino qué lugar le damos a la Navidad. No soluciona los problemas del país ni los individuales, pero ofrece una pausa. Que discutan quienes quieran, pero que no dejemos que las divisiones entren a la mesa. Vivir la Navidad en paz, a veces, ya es bastante.