Tegucigalpa no está diseñada para soportar tantos carros... pero tampoco para los peatones. La ciudad creció improvisando soluciones al tráfico, multiplicando puentes, ampliando bulevares y abriendo pasos vehiculares. Sin embargo, casi nadie habla de proyectos pensados para quienes caminan. Y en esa omisión se esconde otro problema: la inseguridad y el abandono del espacio público. Caminar por la capital es enfrentarse a un recorrido lleno de interrupciones. Las aceras, cuando existen, están rotas, invadidas por postes, portones o cercos de construcción que obligan a los peatones a bajar a la calle. Las normas exigen que las obras dejen paso alterno, pero en la práctica el peatón queda fuera del mapa. Y cuando el tráfico se congestiona, las zonas peatonales suelen ser invadidas por motocicletas que buscan atajos, desplazando aún más a quienes caminan. Los edificios modernos son otro síntoma de la ciudad que se levanta de espaldas a quien camina. Sus accesos imponentes para los vehículos resultan intimidantes, incluso discriminatorios, para quien llega a pie o baja de un taxi y debe buscar por dónde entrar. En muchos casos, no hay una entrada pensada para personas, solo rampas y portones que parecen decir: “Esto no es para ti”. A la hora de cruzar una avenida, la escena se repite. Hay semáforos peatonales nuevos, instalados y nunca encendidos; botones que nadie conecta, luces que nunca cambian. Así, la gente corre entre carros, sin espacios seguros para esperar el bus, ni sombra, ni tiempo suficiente para cruzar. Caminar largas distancias tampoco es viable. Las rutas del transporte son escasas y los bulevares se han convertido en autopistas que separan la ciudad en islas. Ir del centro histórico de Tegucigalpa hasta la Basílica de Suyapa no es un paseo, es una travesía.
Si Tegucigalpa pensara más en el peatón, quizá no necesitaría tantos carros para sentirse moderna. Una ciudad que no se puede recorrer a pie difícilmente puede llamarse ciudad.