Las redes sociales son hoy parte de la vida cotidiana. En ellas se conversa, se informa y se construyen opiniones. Son también el espacio donde los políticos desean estar, especialmente en época electoral, conscientes de que allí se concentra la atención de la gente. Las campañas se despliegan entre publicaciones, historias y transmisiones en vivo, pero junto a ellas circula también la desinformación, la sátira y los mensajes diseñados para influir en la percepción pública. El voto ya no se decide únicamente en la plaza o frente al televisor, ahora se forma en la pantalla del teléfono.
Muchos candidatos han trasladado su presencia a las redes, comportándose más como “influencers” que como representantes públicos. Buscan captar la atención a través de bailes, retos o frases virales, aunque rara vez presentan propuestas claras. En este nuevo escenario, el número de seguidores no equivale al número de votos. Las métricas pueden impresionar, pero no siempre reflejan la realidad del territorio; un anuncio puede volverse viral en todo el país, aunque el candidato solo aspire a una alcaldía local. La política digital confunde la popularidad con la legitimidad. Al mismo tiempo, los jóvenes, los llamados nativos digitales, se han convertido en un público más crítico y exigente.
Son capaces de detectar contenidos generados por IA, reconocer la manipulación o el discurso vacío. Para ellos, la información debe ser auténtica y visualmente atractiva, pero también creíble. Esta generación ya no distingue entre la vida real y la vida en línea; ambas son parte del mismo ecosistema donde se informa, se debate y, eventualmente, se decide el futuro político. (...) Pero entre todos estos cambios, conviene recordar algo esencial: una cosa es ser “influencer” en redes sociales y otra muy distinta es tener verdadera influencia. La primera busca seguidores; la segunda transforma realidades.
