El silencio de mamá

Fue solo entonces, al verla inmóvil y frágil, que entendieron el peso de su amor. Pero ya era demasiado tarde

  • Actualizado: 16 de mayo de 2025 a las 00:00

Había una vez una madre llamada Elena. Vivía en una pequeña casa al borde de un barrio conflictivo de la cuidad de Tegucigalpa, donde el silencio era su único consuelo. Tenía tres hijos: Marcos, Lucía y Tomás. Cuando eran pequeños, ella les dio todo. Trabajó limpiando casas, cosiendo de noche y sacrificando su salud para que ellos tuvieran comida caliente, ropa limpia y educación. Pero los años pasaron, y sus hijos crecieron con corazones duros. Se olvidaron de las noches sin dormir de su madre, de sus manos agrietadas por el jabón y el frío, de sus lágrimas silenciosas. Empezaron a tratarla con desprecio.—Eres una carga, vieja me das pena —le decía Marcos.—¿Por qué no te vas a un asilo? —preguntaba Lucía con indiferencia.Tomás simplemente ignoraba su existencia. Nunca la llamaba “mamá”, solo “ella”.A pesar de todo, Elena los seguía amando como cuando eran sus niños. Cada día les preparaba comida, lavaba su ropa aun con sus manos llagadas, oraba por ellos en la noche. Soñaba con un día en que volvieran a abrazarla, a decirle que la amaban. Ese día nunca llegó.Un invierno especialmente crudo trajo una tormenta terrible a la nación. La casa se quedó sin electricidad, y sus dos que hijos que vivían con ella, no tenían como calentarse. Elena, enferma y débil, vio cómo sus hijos tiritaban de frío. Sin pensarlo dos veces, sacó todas las cobijas de su cuarto, incluso la suya, y las colocó sobre ellos mientras dormían. Encendió una estufa vieja, sabiendo que los gases eran peligrosos, pero era lo único que podía hacer para calentarlos.Al amanecer, los hijos despertaron con el calor reconfortante. Sonrieron, pero al mirar alrededor, no encontraron a su madre. La hallaron en el sillón, dormida para siempre, con una sonrisa leve en el rostro y una manta fina sobre los hombros.Murió como vivió: en silencio, dándolo todo por ellos. Fue solo entonces, al verla inmóvil y frágil, que entendieron el peso de su amor. Pero ya era demasiado tarde.

Desde ese día, el calor de aquella noche se volvió su castigo: un calor que venía del sacrificio de una madre que jamás dejó de amar, incluso cuando ya nadie la amaba a ella. El amor de una madre es un faro que nunca se apaga, una luz que guía incluso en la oscuridad más profunda. Es un amor que no exige, que no espera, pero que siempre da. Es la fuerza que impulsa a sus hijos a seguir adelante, incluso cuando todo parece perdido. Es la calma en medio de la tormenta, el refugio seguro donde siempre se puede regresar. El amor de una madre no se mide en palabras, sino en acciones; no se limita al tiempo, sino que trasciende generaciones. Es el legado más puro y hermoso que una madre puede dejar: un amor que perdura, que sana, que transforma.

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