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Santos Arzú o la eterna metáfora de la memoria



La obra de Arzú es “abstracta”, pero construye una extraña paradoja: lo humano no está en la representación visible, sino en la expresión sensible

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03.03.2018

Tegucigalpa, Honduras
Antes: memoria fragmentada, desgarramiento histórico del ser; ahora, entre “Sudarios y centinelas”: memoria íntima, dolor y silencio, recuerdos que abrazan y liberan.

La propuesta de Arzú es homenaje a la sangre, perpetuidad fraterna a lo amado, pero a su vez despliegue de sentidos que se abren para transitar por nuevos senderos de sensibilidad. Materia y monumentalidad se integran en un sólido espacio visual; nada es superfluo ni accidental, todo se revela como escenario de signos en un espacio donde la reflexión e imaginación liberan las potencialidades del intelecto y el espíritu.

Esta forma de articular el espacio instalacional ha sido una constante en la obra de Arzú. Desde Templo en Ruinas (1995) hasta la fecha, Arzú se ha movido en categorías relacionadas con monumentalidad, materialidad y un audaz sentido de organización; todo ello desemboca, como ahora, en un espacio complejo y armónico, inteligente y sublime.

“Sudarios y centinelas” tiene las huellas de un lenguaje que ha recorrido la estética de Arzú; los buenos artistas saben reconocer las herramientas teóricas y los recursos expresivos que mejor articulan sus propuestas, por eso pienso que esta instalación, aparte de ser un tributo intimo a la memoria de su hermano Jorge Arzú, es al mismo tiempo un reconocimiento a la lúcida persistencia de su retórica visual.

En esta instalación vemos una extraordinaria síntesis de los lenguajes utilizados en sus últimos 20 años: lienzos verticales, círculos, empastes saturados de acrílico, texturas físicas y visuales: ásperas y suaves a la vez; reconocemos además esas zonas con matices arqueológicos donde los objetos entablan diálogos culturales, estéticos y espirituales.

Encontramos también una coherente apropiación de las coronas utilizadas en las sepulturas: capas de papel pintado con anilina y luego pasado por parafina, flores de tela, piedras y vidrios decorativos. Esta enumeración de materiales no es casual, la puntualizo porque me permite descubrir una de las estrategias centrales en el trabajo de Arzú: el artista opera desde una sabia comprensión del comportamiento estético de los materiales.

Hay en esta instalación una apropiación consciente de símbolos populares que vienen a dialogar con la memoria personal del artista: la corona, las flores, la parafina y los lienzos que como metáforas de sudarios, desembocan en las profundidades de un silencio en eterna plegaria.

Cada vez que estamos ante una obra de Arzú, la percibimos desde un género que ha sido históricamente problemático en el país, me refiero a la “Pintura abstracta”; es curioso, pero su abstracción consiste en mostrar, no esconder; no hay figura humana en términos de representación, pero hay una presencia cultural y espiritual de lo humano en sus obras, que es superior a muchos artistas “figurativos”.

Para Arzú lo humano no está en la representación visible sino en la expresión sensible; la estética de Arzú es un más allá de lo visible, es ante todo una visibilidad trasmutada en espiritualidad. Los objetos cotidianos están allí no para ser vistos, sino para ser pensados, sentidos o venerados... he allí la racionalidad y espiritualidad de la que hablé al principio.

En el artículo que escribí para el proyecto “Los errantes” que el artista presentó en el Museo de la Identidad Nacional el 11 de octubre de 2007, subrayé lo siguiente: La fórmula podría ser: a mayor materia, mayor realidad. Es aceptable siempre y cuando no se reduzca lo real a significados sociales o naturales. Una visión, una emoción, una mirada introspectiva, el silencio mismo, pueden ser tan reales como una guerra.

La realidad de Arzú es esencialmente introspectiva: la materia desnuda su cuerpo para revelarnos lo que la conciencia calla. La materia es el lenguaje, el espacio del diálogo, la estrategia de comunicación, el medio donde cohabitan lo sagrado y lo profano.

Arzú opera intelectualmente con los materiales, pero una vez que estos pasan por el cedazo de la creatividad, son revestidos con un karma de sublimidad que nos lleva a un estado emocional de perplejidad y sobrecogimiento.

La monumentalidad de esta obra no es fortuita, como tampoco lo ha sido en otros proyectos; estas obras estructuradas bajo una semiótica antropológica y sociológica, crean una atmósfera que nos atrapa, nos inserta, nos invita a colonizar el espacio, a descubrir en nuestro ser la esencia de la obra. Esta instalación es espacio en gestación, es una inmensa célula donde palpita la memoria como un sueño eterno.

Con todo lo anterior podemos decir que en la gramática visual de Arzú, es una de las prácticas artísticas mejor sustentadas en el país; aún en aquellos casos donde la materia se desborda, esta es canalizada por un torrente de espiritualidad que nos hace pensar que la contingencia se resuelve por las vías de una práctica trascendente, he allí la deuda de esta obra con reflexiones que derivan hacia la metafísica.

Los “Centinelas” están allí vigilantes, atentos, son lúcidas metáforas que apuntan hacia adentro o hacia afuera, son eso: guardianes de una memoria personal o custodias de una memoria colectiva. Son ojos que se elevan como cometas atisbando múltiples realidades; presencia que se redime en la ausencia; estos centinelas, como dice Octavio Paz, son “la gran flor que crece del pecho de los muertos y del sueño de los vivos”.

Los “Sudarios” son la contraparte de esta metáfora de la memoria: redención de lo que muere, huella de la sangre, círculo de la vida y de la muerte, trascendencia eterna de lo vivido; resurrección que libera el tormento y dimensiona la esperanza.

Somos centinelas de nuestros anhelos y obsesiones, somos testigos de todo lo vivido y, por lo mismo, promesa de una memoria que nos justifica en el tiempo, he allí el sentido de inmanencia que traslucen estos sudarios que cuelgan como lienzos de luz en la pupila que nos ve: el ojo que nos observa es el centinela de nuestra esperanza o el testigo de nuestro martirio.

Así se configura esta lúcida y fraterna metáfora de “Sudarios y centinelas”. La potencia de esta instalación no reside en su contundencia espacial, sino en los recuerdos que destierran el olvido y engendran los sueños de la memoria.