La mujer, una señora de baja estatura, gordita, blanca, llena de pecas y con los pómulos manchados por el sol, estaba sentada frente al detective de la sección de Delitos Financieros de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) agitando nerviosamente las pulseras de oro y plata que llevaba en las muñecas, retorciendo el pañuelo húmedo de lágrimas y mocos con sus dedos pequeños y llenos de anillos y moviendo con desesperación sus grandes ojos negros que lloraban sin poder contenerse.
La habían estafado. Era lo último que pudo haberle pasado en la vida. La situación económica no estaba tan bien como para sostener su negocio con la solvencia de aquellos años en que gobernó “Mel” Zelaya, cuando ella, como buena correligionaria, estaba bien recomendada y era la proveedora de muchas instituciones públicas que no fallaban jamás con los pagos, siempre y cuando no se tardara mucho con el respectivo diezmo para los muy humanos funcionarios del gobierno.
Y ahora estaba al borde de la quiebra, y de algo peor, de la cárcel o de la muerte, porque aquel hombre que le prestaba dinero no entendía de atrasos, de problemas o de baja en las ventas. Sencillamente, con “El Gato Negro” no se jugaba. Prestaba y, lógicamente, esperaba su dinero y sus ganancias en la fecha estipulada.
“¿Cuánto dinero le habían estafado?”
“¡Ay, Dios mío! ¡Trescientos cincuenta mil lempiras! Todo en mercadería…”
La mujer gritó aquellas palabras, y en cada una se le salía el corazón.
“Y, ¿los trescientos cincuenta mil fueron de una sola vez?”
“¡Claro, señor! ¿No está viendo el cheque que me dio ese maldito?”
“A ver, explíquese mejor”.
LA Explicación. La señora se acomodó en la silla, se sonó la nariz varias veces, se limpió las lágrimas que no dejaban de correr por sus mejillas pálidas y heladas, y dijo, con voz amarga, desesperada: “Ese hombre llegó a mi negocio.
Yo tengo un negocio de abarrotería al por mayor y menor. También tengo un depósito donde vendo guaro y refrescos.
Me dijo que estaba abasteciendo una de sus pulperías en Talanga y que ya no quería trabajar con su antiguo proveedor porque le quedaba mal siempre y no tenía productos de calidad… ¡Ay; Dios mío! Viera cómo me envolvió ese desgraciado…”
“La entiendo, señora… Trate de calmarse y cuéntenos bien qué fue lo que pasó”.
La mujer tomó aire, esperó unos segundos, volvió a pasarse el pañuelo por la cara, y agregó: “Llegó el lunes pasado, miró la mercadería, me dijo que le parecía bien pero que no tenía todo lo que necesitaba, y se fue a cotizar a otros puestos; yo, por estúpida, lo seguí y le dije que podía conseguirle lo que necesitaba y que si me compraba a mí le haría una buena rebaja.
¡Ay, Dios mío! Me dijo que iba a volver al día siguiente, pero no vino. Regresó el miércoles. Me hizo un pedido, me dijo que me iba a pagar con cheque certificado porque no manejaba efectivo, me enseñó cartas del banco, el talonario de cheques, y yo me dejé enganchar.
Me fui donde don Juan Portillo y le pedí prestados doscientos mil lempiras para surtir el negocio… ¡Ay, Dios mío! El desgraciado llegó ayer jueves, a las cuatro de la tarde… Llevaba su propio camión y sus cargadores… Montaron la mercadería y me entregó el cheque.
A esto, eran casi las cinco de la tarde y todos los bancos estaban cerrados. A las nueve fui a la principal del banco Atlántida… ¡Ay, Dios Santísimo! El cheque es falso y esa cuenta ni existe en el banco… ¡Yo me voy a morir, señor! ¡Ay, Sagrado Rostro, socórreme en este momento tan duro! ¿De dónde le voy a pagar los doscientos veinte mil a “El Gato Negro”? ¿Y mi mercadería? Ese maldito me dejó vacío el negocio…”
EL CHEQUE. El pedazo de papel rectangular estaba sobre la mesa. Era un cheque certificado del banco Atlántida, por trescientos cincuenta mil lempiras exactos, a nombre de la desesperada mujer que no dejaba de verlo como si fuera algo diabólico.
El detective, apretando los dientes, quizás para reprimir alguna sonrisa, la miró a los ojos y le dijo: “Bien, señora. Ya que no reconoció al estafador en las fotografías que le enseñamos, ahora descríbanos a don José Luis Cárcamo Rodríguez. Trate de calmarse y de recordar hasta el detalle más pequeño de su cara para que el dibujante no se equivoque…”
La señora suspiró varias veces y empezó a hablar despacio, tratando de recordar el rostro del estafador. Media hora después, el dibujante le presentó un rostro. La mujer dio un grito. El dibujante había hecho un buen trabajo.
“Ese es. Sí, ¡Dios Santísimo! Ese es el que me estafó…”
El rostro era redondo, de ojos pequeños y hundidos, con barba cerrada, cejas espesas y negras, como si se las pintara, labios gruesos y largos, pómulos salidos, la frente pequeña y plana, el pelo corto, las grandes orejas y la nariz chata y con un lunar oscuro en el centro.
Podría decirse que el retrato hablado era perfecto.
Tendría unos cincuenta y cinco años, no era muy alto, ni gordo ni flaco, bien vestido, con una gran cadena colgando en el pecho, reloj amarillo, como si fuera de oro, anillo grueso, pulsera dorada, sombrero fino y botas de piel de cocodrilo.
Pero lo que más impresionaba era el carro. Una camioneta Land Cruiser nueva, casi nuevecita, y los dos guardaespaldas que lo acompañaban armados hasta los dientes. ¿Cómo no iba a entusiasmarse la señora? Había razón.
LA Investigación. Por lo general, tanto los asesinos en serie organizados como los estafadores empedernidos siguen un patrón al cometer sus crímenes, una especie de receta o de guión del que casi no se salen nunca, y este es siempre el primer error del delincuente ya que los detectives pueden rastrearlos a partir de las pistas que van dejando detrás de sí.
Sabiendo esto, los detectives empezaron por revisar algunos casos parecidos, pidieron información a otras ciudades y, en dos semanas, tenían varios casos sobre la mesa.
El mismo patrón, la misma forma de pago, la misma historia y, para colmo, la misma descripción del estafador, con sus alhajas, los guardaespaldas, los grandes carros... No había duda, se trataba del mismo hombre.
Las denuncias venían de San Pedro Sula, Choluteca, Catacamas, Intibucá y Puerto Cortés. También había un expediente viejo de un hombre que compró con un cheque certificado del banco de Occidente mil quintales de café a un revendedor de La Paz, y el patrón coincidía.
Unidos a las denuncias de varios ferreteros, los expedientes sumaron dieciséis y la cantidad estafada superaba los siete millones de lempiras.
Pero había un problema: aunque las descripciones del delincuente eran muy parecidas, los nombres eran diferentes.
Cuando llegaron dos expedientes más con las mismas características, los detectives se encontraron con un detalle nuevo: el estafador había pagado con tarjeta de crédito dos compras perfectamente legales, y en este caso era el banco emisor de las tarjetas el que presentó las denuncias ante la DNIC.
En los expedientes había un rostro borroso, pero muy parecido al retrato hablado, con dos nombres distintos.
“Con esto nos damos cuenta de que el caballero también se dedica a defraudar a los bancos. ¿Cuántas tarjetas de crédito más habrá conseguido? Con nombres falsos, por supuesto”.
LA IDEA. “Hay que mandar el retrato hablado a los medios de comunicación. Tal vez alguien lo reconoce y lo denuncia”.
“Es posible pero hay que notar algo. En las copias de los expedientes del banco no se mira bien… Puede que ya no use barba y que haya cambiado su aspecto…”
“A menos que se haga cirugía plástica no podrá esconder su verdadero rostro, y algún rasgo puede ser reconocido… Hay que presentarlo a los medios”.
“Mejor empecemos por otro lado… Creo que nos servirá de mucho ir a las rentadoras de carros… La señora de los trescientos cincuenta mil dice que iba en una Land Cruiser nueva, en los demás expedientes no se menciona este carro.
Unos mencionan una Runner, otros, una Hilux 3.0, y otro dijo que llegó a su negocio en una Hummer. Algo vamos a encontrar allí”.
AVANCES. Dos meses después de la denuncia de la señora, el caso había avanzado mucho. Sin embargo, el estafador había atacado de nuevo.
Esta vez compró joyería por más de doscientos cincuenta mil lempiras, con un cheque certificado por doscientos mil y pagando el resto con una tarjeta de crédito.
La tarjeta, por supuesto, tenía un tercer nombre, el mismo del cheque certificado. A los cinco días, el banco devolvió el cheque a la joyería y los dueños denunciaron la estafa.
El delincuente fue reconocido de inmediato. Cuando los detectives vieron el video de las cámaras de seguridad de la joyería se alegraron porque tenían un rostro.
El retrato hablado era igual en un noventa por ciento, solo que ahora llevaba candado alrededor de la barbilla, vestía de saco y corbata y olía exageradamente a Fendi.
Los detectives estaban perplejos. Aquel hombre era incansable, pero estaba cometiendo errores. Lo peor era que no estaba inscrito en el padrón del Registro Nacional de las Personas (RNP) con ninguno de los nombres. ¿Dónde buscarlo? Los detectives empezaron a hacer conjeturas.
Es un hombre organizado, mide bien sus pasos, no usa la misma identificación en sus delitos, es inteligente y, por la cercanía de los golpes que da podría decirse que despilfarra el dinero.
Seguramente vive en una casa cómoda, tiene familia, hijos, y parece un tipo normal. Lo malo es que no usa nunca el mismo vehículo.
Era hora de pedir la ayuda de los medios de comunicación. En los siguientes seis meses, la suma estafada había ascendido a nueve millones, y todo parecía indicar que el estafador no se detendría jamás.
ALGO. Siete meses después de la denuncia de la clienta de “El Gato Negro”, un detective recibió en su oficina varios sobres sellados con la información de varias rentadoras de vehículos.
La fecha de recibido de dos de los sobres era de cuatro meses antes y, desgraciadamente, habían estado tragando polvo en algún escritorio todo ese tiempo.
Pero eso no era lo importante porque gallina que come huevos, aunque le quemen el pico. Lo importante era lo que venía adentro. Era el primer gran error del delincuente.
EL CARRO. La camioneta Land Cruiser blanca había sido alquilada por una semana, cuatro días antes de la denuncia de la estafa de los trescientos cincuenta mil lempiras, y la había alquilado una mujer, dejando una onerosa garantía con su tarjeta de crédito Platinum.
La mujer sí estaba registrada en el padrón del RNP. Se llamaba Luisa y vivía en la colonia Lomas del Mayab.
Cuando los detectives la localizaron se identificó como abogada y les dijo que era la apoderada legal de una empresa de inversionistas que dirigía uno de sus mejores clientes, el señor Ignacio Rendón Peña, originario de Santa Cruz de Yojoa y con domicilio en cualquier lugar de Honduras.
Las oficinas de la empresa estaban en un edificio del centro de Tegucigalpa. Cuando los detectives llegaron al local, se encontraron con un bufete de abogados y nadie conocía la empresa de inversionistas.
La abogada explicó que ella no estaba obligada a conocer el lugar, que creía en su cliente, que le pagaba y que ella lo representaba como era su deber. ¿Qué delito había en esto? El fiscal dijo que no tenía suficientes elementos para encausar a la profesional del derecho.
Es más, llegó a decir que creía en ella.
TRABAJO. Los detectives se fueron con un mal sabor de boca. El caso se estancaba y, extrañamente, después de identificar a la apoderada legal de don Ignacio, las denuncias de estafas con aquel patrón se detuvieron. La investigación se estancó.
Don Ignacio tampoco existía en el RNP. En ese momento, a uno de los detectives se le ocurrió pedirle ayuda a Interpol.
Tres meses después, les llegó información desde Costa Rica sobre varios casos de estafa parecidos a los denunciados en Honduras.
Las fotografías del sospechoso eran las mismas que tenían los detectives de la DNIC. Ahora sabían que estaban ante un delincuente internacional y que, aparentemente, trabajaba solo.
AL AÑO. Un año después, los medios mostraron la matanza de los guardaespaldas de “El Gato Negro” e informaron sobre la muerte terrible del mismo don Juan Portillo.
Cuando los detectives visitaron a la señora de la abarrotería, la vieron más relajada. Había hipotecado su casa para pagar la deuda con el señor y no quiso hablar con los detectives.
“De todos modos -les dijo-, para nada sirven ustedes… Aquí lo friegan a uno los delincuentes y ustedes bien, gracias… Nada tengo que decirles…”
LA CONFERENCIA. Esa misma tarde, los detectives empezaron a rendirse. Guardaron los expedientes y llegaron a la conclusión que nada de lo que les había enviado la Policía de Costa Rica servía de mucho. Estaban igual que ellos.
Esperando un milagro para capturar al criminal. ¿Qué más podían hacer? Lo peor era que cada día denunciaban nuevos casos y ellos no podían dedicarse a uno solo. Pero algo iba a cambiar pronto.
Uno de los detectives fue designado para asistir a una conferencia sobre hipercriminalidad y control social y en ella se habló mucho sobre el crecimiento de los delitos financieros en Centroamérica.
El expositor por Honduras tocó el tema de las huellas digitales como auxiliar básico de la Criminalística, en cualquier tipo de delito, y el detective tuvo una idea. Esperó a que Gonzalo Sánchez se despidiera del salón y lo siguió.
“Por supuesto -le dijo Gonzalo-; se pueden levantar huellas digitales del papel. ¿Cómo es posible que no les hayan enseñado eso? Y claro que puedo ayudarles”.
UN CHEQUE. Gonzalo se puso los guantes, se cubrió el rostro con la mascarilla blanca, se puso los anteojos y empezó su trabajo. La mezcla de ingredientes era secreta, la había aprendido de un instructor del FBI y él había comprobado en Guatemala y en Nicaragua que era cien por ciento efectiva.
Pero era su secreto y, en este caso, trabajaba solo. No pasaron ni quince minutos. Los seis cheques que tenía enfrente estaban llenos de huellas digitales, unas sobre otras y no tenían un valor científico real.
Pero el cheque del banco Atlántida, emitido por trescientos cincuenta mil lempiras tenía cuatro huellas perfectamente reconocibles.
Tres días después estaban identificadas. Una era la del dedo pulgar izquierdo de la dueña de la abarrotería, la segunda era del cajero del banco, y la tercera y la cuarta eran las del dedo pulgar y el índice derechos de una persona desconocida en Honduras.
Los detectives no tardaron en enviar las huellas a las policías de Centroamérica y México.
La respuesta vino cinco días después. Se llamaba Fulanito de Tal, de origen panameño, radicado en Costa Rica, algunos años de su niñez, y con residencia fija en la cárcel Modelo de Tipitapa, Nicaragua, desde hacía unos tres meses.
La Policía lo buscaba por considerársele responsable de varias estafas que, juntas, sumaban tres millones de córdobas.
Está casado, aunque no tiene hijos con su esposa, una abogada hondureña que lo visita con frecuencia en la cárcel. Para enjuiciarlo en Honduras hay que esperar hasta el año 2030, si es que sobrevive a su diabetes y al mal de Chagas que ya le produjo cardiomegalia.
Tiene cincuenta y seis años. De su dinero no se dijo nada ni se sabe nada. Y, según la ley, su esposa no puede ser su cómplice. ¿O sí?