TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Dos gritos en épocas diferentes pero unidos por una misma etapa: la decadencia de la modernidad capitalista. Pintura que grita, canto que estalla.
Edvard Munch hace que su pintura revele la angustia existencial de finales del siglo XIX al pintar “El grito” en 1893; Joe Cocker derrumba su garganta por los acantilados del dolor en 1969, en el concierto de Woodstock.
“El grito” de Munch ya anticipa la desolación, desgracia y sufrimiento de las primeras guerras mundiales del siglo XX y, Cocker, desata la furia de su canto interpretando With a Little Help From my Friends (“Con una pequeña ayuda de mis amigos”), canción original de The Beatles, en la que hace sentir la necesidad de la solidaridad humana frente a la espantosa guerra norteamericana contra Vietnam.
El grito del mundo está en esa pintura y en ese canto, Munch haciendo vibrar el color, Cocker desgarrando su garganta hasta el delirio: espasmo visual en Edvard, estremecimiento de la voz en Joe. Pintura que deforma el espacio, voz que ruge en la atmósfera.
El siglo de Munch agoniza en su pintura, el siglo de Cocker se desangra en su canto. Ambos unen al cielo y la tierra en un solo grito, el cielo de Munch vibra en un anaranjado que hiere; el cielo de Cocker tiene el color del llanto; la tierra de Munch se retuerce en una dolorosa ondulación de abatimiento; la tierra de Cocker huele a muerte y a napalm.
Ambos gritan sobre el dolor humano, ambos desatan su tormento sobre el triste destino del hombre. Pincel que somete la luz en las sombras del corazón; canto que ahoga el silencio en las oscuridades del alma. Pintura que habla de lo que es y lo que viene; voz que nace en las entrañas de un presente que se desvanece en los ojos de un pájaro triste. Edvard Munch muere en los tonos dolorosos de color; Joe Cocker muere en el atroz golpe de un grito que retuerce el viento con un eco dantesco.
Edvard Munch: color y drama, Joe Cocker, canto y suplicio. La pintura de Munch tiene la memoria de un desamor que va consumiendo el espacio, es el desamor de una sociedad que ha aniquilado todo el optimismo que había insinuado la modernidad; el canto de Joe Cocker, específicamente su pavoroso grito, es la consumación del espanto de toda la derrota moral del siglo XX: es Auschwitz y es Vietnam.
Munch desborda su dolor a solas, es un combate entre su cuerpo y el lienzo, entre su conciencia y el espacio que lo abruma, en cambio, Joe Cocker expande su grito ante una multitud que ignora que su canto es un llanto que nace allí donde el corazón, solo y agitado, estalla en los horrendos sueños de una humanidad mutilada de amor y paz.
Edvard Munch nos presenta a un personaje distorsionado, viviendo el esperpento de una luz violenta que sacude toda la imagen; Joe Cocker se contorsiona, se retuerce al ritmo de una melodía hecha de contrastes, de altos y caídas, de un blues armonioso y triste a la vez, es como si el cantor visitara a la pintura y la pintura se impregnara en toda la gesticulación del cantor, de repente, el grito de “El grito” y el alarido del canto. Cocker convocando a Munch, Munch presintiendo a Cocker.
Pienso que ese grito de Joe Cocker es el grito de todos, es un grito que descarna la realidad y penetra en lo más profundo de la existencia humana, existencia que muere bajo la triste sombra de su propio destino. Parecemos la sombra de un árbol enfermo o una vieja raíz que ara en el desierto buscando la última gota de agua de una fuente que ya no existe. Somos un dolor coagulado, un alma que abre la carne, que quiere escapar y visitar un nuevo sol, desplegarse en el viento, es allí donde Joe Cocker se levanta con su canto y en un grito estrepitoso abraza a este hombre que muere en las alas de un ave oscura y siniestra.
Creo que “El grito” de Edvar Munch es también el grito de un siglo que se va y otro que comienza, es un grito entre siglos, es un grito de la historia, es un grito del tiempo y del hombre. Una boca onda se abre para vomitar el tormento de una época que ya sabe del horror de las guerras y que presagia el destino de otro siglo que nace muerto de esperanza. La pintura de Munch es desgarro detenido, imagen atroz, quieta; allí ha quedado para recordarnos el peso de un tiempo que parece ser el mismo; este tiempo de escarnio y convulsión parece repetirse en la quietud violenta de esa pintura.
Edvard Munch y Joe Cocker, dos épocas diferentes en un solo grito, una sola sangre volcándose en el dolor de todos, un solo presagio marcado por la pintura y el canto. Ni Munch se escondió en los bastidores, ni Cocker en los escenarios, ambos llevaron en su pecho las flores marchitas de la desesperanza.
Que la pintura vuelva a ser pintura y el canto vuelva a ser canto. Que vivan para siempre los que pintando o cantando desnudan el alma de todo lo humano.