La matanza de niños en una escuela primaria en una comunidad de Connecticut en EE UU no solo tuvo repercusiones mundiales, sino que puso al descubierto a un mandatario que según los expertos no ha logrado pasar de la visión a la acción y de los discursos a cumplir las promesas.
Las preguntas que se hace la agencia FP ¿Podrá cambiar no solo la política de las armas en Estados Unidos, sino el tono político general del país? ¿Podrá convertir a un presidente precavido en otro más audaz, a un calculador en un hombre de visión y de acción?
Barack Obama es un hombre frío. Sus más íntimos lo reconocen. Sus partidarios dicen que es una virtud y, en ciertas circunstancias, sin duda, lo es. Pero también ha sido su punto débil. Demasiadas veces ha preferido hacer sumas y restas, dividir la diferencia, hacer lo más conveniente. Durante su primer mandato, se vio con claridad a la hora de abordar las grandes cuestiones: el clima, la prórroga de los recortes fiscales de Bush, Afganistán y, como hemos vuelto a sentir con demasiada intensidad en los últimos días, las armas de fuego.
Pero Obama es, además, un padre que tiene hijas aún muy jóvenes. La emoción que le causaron el horror y el desgarro de Newtown era palpable tanto en sus primeras declaraciones como durante su extraordinario discurso días después ante las personas más directamente afectadas por los asesinatos en el colegio. El hecho de que tuviera que limpiarse las lágrimas no fue lo único que demostró lo conmovido que estaba. Fue también ver hasta qué punto se había olvidado -por fin- de su característica cautela.
OBAMA HA CAMBIADO. Los líderes estadounidenses no suelen hacer lo que hizo Obama durante el discurso. No recuerdo la última vez que oí a un presidente decir con tanta claridad que estamos incumpliendo nuestras obligaciones con nuestros hijos y con nosotros mismos como nación. “¿Podemos decir honradamente que estamos haciendo lo suficiente para mantener a nuestros hijos, a todos ellos, a salvo de cualquier daño?”, preguntó. “Si somos sinceros con nosotros mismos, la respuesta es no. No estamos haciendo lo suficiente. Y vamos a tener que cambiar”.
No mencionó las armas de fuego. No le hizo falta. Era evidente que estaba diciendo que 300 millones de armas en circulación son demasiadas. Está claro que 30,000 muertes anuales por arma de fuego son una aberración. Estados Unidos ha gastado alrededor de 3 billones de dólares en luchar contra el terrorismo desde el 11-S, y mientras tanto, el número de estadounidenses que han matado con armas de fuego en el país es el doble de la gente que los terroristas han asesinado en todo el mundo. No solo es un escándalo de la nación. Es una enfermedad, un fallo profundo y fundamental del carácter nacional de EE UU.
¿Y si Newtown cambia a Obama para mejor, igual que el 11-S cambió a Bush para peor? ¿Y si suscita una auténtica introspección -aunque solo sea momentánea- y el reconocimiento de que a los grandes líderes estadounidenses se les ha juzgado y se les ha distinguido por su capacidad de hacer que los ciudadanos fueran mejores?
Obama sabe mejor que nadie que cambiar las leyes sobre las armas de fuego no será fácil. Es consciente de las fuerzas desplegadas en contra. Pero también las vio en plena confusión con este último suceso, en el que la Asociación Nacional del Rifle llegó a cerrar su página de Facebook y los 31 senadores que se declaran “pro armas de fuego” se negaron a defender sus posturas en el programa de televisión Meet the Press. Vio que la América armada se escondía. Y tal vez tuvo la sensación de que la conmoción podría empezar, quizá incluso haya empezado ya, a transformar el resto del debate político en Washington.
Durante décadas, las iniciativas para lograr un control de las armas de fuego se han visto como un asunto demasiado polémico para abordarlo en la política estadounidense. Las tragedias se sucedían -Columbine, Virginia Tech, Tucson, Aurora- y no se hacía nada. El Tribunal Supremo, igual que se equivocó en los casos de Dred Scott y Citizens United, reafirmó varias veces que una cláusula anacrónica de la Constitución garantizaba el derecho general a poseer armas y los políticos se limitaban a encogerse de hombros. Todos pensaban que el lobby de las armas de fuego era muy poderoso y los propietarios de rifles y pistolas eran fundamentales para inclinar a los márgenes electorales. Cada día morían 30 personas de heridas por disparos -es decir, cada día había un Newtown-, porque los más enterados de Washington decían que hacer cualquier cosa sería demasiado difícil.
Pero lo que ha sostenido históricamente a Estados Unidos y le ha ayudado a florecer no es que siempre tenga razón (ni mucho menos: las faltas siempre han sido equiparables a los triunfos), sino que a veces comprenda que debe cambiar. Tienes un sistema que contiene las semillas de la reinvención. Con el último suceso, el frío y precavido presidente Obama pareció llegar a la conclusión de que este era uno de esos momentos.
Desde luego, está aún por ver que sea así o no. Los mismos motivos por los que ese cambio de sentido común no se ha producido todavía son los que hacen que sea difícil que se produzca. Pero con la última matanza ha sido inevitable observar una transformación en el presidente. Puede que, en parte, haya tenido que ver con lo mucho que ha madurado en su puesto. Este podría ser uno de esos momentos. Para saber si el cambio es real habrá que fijarse en unas cuantas pistas significativas en las próximas semanas. Si el presidente logra llegar a un acuerdo sobre el precipicio fiscal, si toma medidas sustanciales para avanzar hacia el control de armas y si empieza a ocuparse de los elementos más ambiciosos de su agenda para el segundo mandato -como la reforma de la inmigración, el estímulo de las inversiones en educación e infraestructuras y la elaboración de una política energética nacional que sea sostenible-, entonces sabremos que este es un Obama diferente.