Al inicio es posible que una persona ni siquiera entienda el verdadero goce que puede llegar a producir la literatura, ya sea al leer o al escribir una obra que se pueda considerar como arte. Es más, quizá ni siquiera se plantee la idea del goce estético de la lectura. Ese rumbo que se adquiere desde las primeras lecturas y que marca de una manera definitiva la vida de un autor, se torna irreemplazable y el lector adquiere el gusto sibarita, adquiere una visión diferente de la vida, esa ruta transitada desde las primeras lecturas y que transcurre por los caminos del arte.
Aparte de ese goce espiritual que acontece mientras una persona lee o escribe, se adquiere el conocimiento suficiente como para decir que se ha conocido a mucha gente, que se ha estado en la mente de otras personas y en otras latitudes sin la necesidad de viajar.
A lo largo de su vida un lector llega a conocer a muchas personas sin haberlas visto antes ni haberlas conocido, pero reconoce esas cuestiones vitales que resultan imborrables de su personalidad. Personas que al igual que él han experimentado sentimientos y emociones que se revelarán a través de sus escritos.
Ese placer estético puede ser distinto en cada texto o en cada persona por el hecho de que cada autor abordará de diferentes maneras una idea o determinada situación y en un escritor resulta como una fascinación indescriptible. Para el verdadero autor el resto de cosas en su vida -las que no tienen que ver con literatura- pueden resultar sin importancia y su pensamiento estará orientado a eso: el arte.
PLACER. Lo mejor que le puede dejar la lectura a una persona es que la hace humana, la hace sensible al dolor ajeno, a lo irracional de la vida, a los fenómenos sociales, abre el entendimiento y conocimiento, despierta la mente y sobre todo educa.
Cito a Roland Barthes cuando en “El placer del texto” dice que La escritura es esto: la ciencia de los goces del lenguaje. Y es que la literatura se vale de ese elemento que es la palabra para expresar belleza, emociones, sentimientos, todo lo que un autor desea que sus lectores perciban al leerlo.
Hay personas para quienes la literatura significa una amenaza, hay personas para las que la literatura significa una esperanza, una salida, un lugar mágico al cual solo se llega por medio de la fuerza del lenguaje. Como cuando el amante busca expresar lo que siente realmente, pero no le alcanzan sus palabras para dar con esa versión romántica que deambula en sus pensamientos, pero que encuentra en la literatura justamente lo que desea manifestar.
Cito a Silvia Colmenero Morales en su ensayo “Goce del texto y la Babel feliz. Sobre ‘El placer del texto’, de Roland Barthes” cuando dice que existen dos tipos de reacciones ante un texto.
El texto del goce es aquel que nace de una pérdida, de una deriva, aquel que carece de sociolecto, que nace del cuerpo, que es erótico. Distinto, el texto de placer es aquel de la literatura hermosa, intencional, pedagógica, aquel que toma de la cultura, aquel deseo… El texto del placer, como lo plantea Barthes, sería: “Clásicos. Cultura. Inteligencia. Ironía. Delicadeza. Maestría. Seguridad: arte de vivir”. El placer del texto puede definirse por un lugar y tiempo de lectura; hay en él un excesivo refuerzo del yo; el texto del placer”.
Por otro lado, El texto del goce no puede someterse a una crítica. Es “el placer en pedazos; la lengua en pedazos; la cultura en pedazos. Los textos del goce son perversos en tanto están fuera de toda finalidad imaginable, incluso la finalidad del placer”.
Luego de describir los dos tipos de texto que plantea Colmenero Morales, parafraseando a Barthes, y considerando el origen y la función que cada uno de ellos tiene, nos damos cuenta que el placentero oficio de la literatura, el goce estético, se fundamenta en el lenguaje -ya sea desde el punto de vista del emisor del mensaje o del receptor- y que todo, desde la función poética de éste, consiste en que el mensaje sea lo más directo posible.