Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: La compañía equivocada (parte II)

Solamente quien ha perdido un hijo sabe en verdad lo que es el dolor
24.12.2023

RESUMEN. Un domingo, después de un partido de fútbol en el Estadio Nacional, desaparecieron tres muchachos. Poco después los encontraron muertos en la vieja salida a Olancho. Dos de ellos tenían antecedentes policiales; uno de ellos no. Se llamaba Justo, y tenía dieciséis años, era un buen hijo y trabajaba duro en la milpa de su padre. Y, como único hijo varón, se haría cargo de todo cuando ellos fallecieran; incluso del bienestar de sus cuatro hermanas. Pero, nada de esto iba a pasar. Justo murió asesinado.

PARTE I: Selección de Grandes Crímenes: La compañía equivocada

La Policía investigó el caso, pero los resultados que tenían eran escasos, y no servían para llevar a los sospechosos ante un juez. Además, aunque sabían de una banda rival de dos de los muertos, no conocían a los integrantes. Pero, un día, capturaron a dos. Uno de ellos se suicidó en la penitenciaría, después de enviarle un mensaje a un policía para que le ayudara a cambio de información que tenía. El otro salió por falta de pruebas, pero, un día, apareció muerto.

Lo ejecutaron después de torturarlo. Otro muerto apareció en una orilla del río Choluteca, en las mismas condiciones. Entonces, Gonzalo Sánchez empezó a sospechar de alguien. Era demasiada coincidencia. Mientras esto sucedía, en la casa de Justo se había terminado la felicidad, y una permanente tristeza se sentía hasta en las paredes. Y es que no existe mayor dolor que perder a un hijo. Tal vez fue para mostrar esta angustia horrible que Mel Gibson hizo que cayera del cielo una lágrima, cuando Jesucristo dio su último aliento en la cruz del Calvario. También a Dios le dolió la muerte de su Hijo.

DGIC

Gonzalo llegó temprano a su oficina esa mañana. Tenía mil ideas en mente, y empezó a leer y a releer los informes de las muertes de los miembros de la banda que distribuía la droga en las primeras avenidas de Comayagüela. Vio a los tres muchachos ejecutados. A los hermanos Palma los habían torturado. A Justo le dieron un balazo en la base de la cabeza. Estaba claro que no tenían nada en contra de Justo, pero los asesinos no querían dejar testigos.

“Hemos entrevistado a los padres de los hermanos Palma, y a sus amigos, compañeros y conocidos, y todos coinciden en que andaban en malos pasos. Su propia madre reconoce este hecho con dolor, y dijo que le pesaba mucho en su corazón que hayan matado a Justo, que era un muchacho bueno, hijo de una familia que jamás tuvo problemas con nadie en la aldea... Por desgracia para él -agregó la señora, limpiándose las lágrimas con el ruedo del delantal-, se juntó con mis hijos, aunque tal vez fue porque se conocían, y no porque fueran amigos... El muchacho era inocente”.

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Por su parte, don Justo no culpaba a nadie de la muerte de su hijo.

“Todo se lo he dejado a Dios -le dijo a Gonzalo, una tarde, cuando fue a visitarlo, después de encontrar al muchacho muerto en la orilla del río Choluteca-; Dios se encargará de cobrarles la vida de mi hijo a esos asesinos”.

“¿Dios, don Justo?” -le preguntó Gonzalo, tratando de leer en su rostro y en sus ojos. Sin embargo, la frialdad que se había apoderado de aquel hombre, después de volver del cementerio, era la frialdad y la insensibilidad de la piedra. Ni una emoción encontró Gonzalo en él.

“Ya se lo dije, señor” -le contestó.

“A veces -insistió Gonzalo, con acento calmado-, Dios usa a ciertas personas para hacer su justicia”.

“A veces” -le respondió don Justo, viéndolo a los ojos; y dice Gonzalo que sintió que aquella era la mirada de una serpiente, fría, pero asesina.

“Han muerto tres miembros de la banda que vende droga en la primera y segunda avenida de Comayagüela -siguió diciendo Gonzalo-; uno se suicidó en la cárcel, los otros dos fueron asesinados; les dieron muerte después de torturarlos. Y los mataron de la misma forma. Los brazos y los dientes quebrados, amarrados de pies y de manos con el mismo nudo, y con una cuchillada en el cuello, que les salió por la parte de atrás de la cabeza. Dijo el forense que en estos dos últimos casos el cuchillo penetró en el cuello despacio, y eso nos hace creer que el que los mataba quería que sintieran la muerte hasta el último momento”.

“Aquí también vemos noticias, señor -le dijo don Justo, deteniendo el discurso de Gonzalo-. En cuanto a los otros detalles, no veo que tenga usted una razón para contármelos”.

“Creemos que esa banda fue la que mató a su hijo y a los hermanos Palma”.

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A pesar de que Gonzalo se defendía con todos los recursos disponibles, estaba contra las cuerdas.

“Es que creí que le interesaría saber”.

“No me interesa saber nada, señor -lo interrumpió don Justo-; mi hijo está con Dios, y eso nadie lo puede evitar... Si esos malvado se están muriendo, pues, bendito sea el que los está exterminando... Y si usted viene hasta aquí creyendo que el que los está matando soy yo, sería bueno que actúe con la mansedumbre de la paloma y el sigilo de la serpiente, porque, si fuera yo, me pone usted en alerta... Y, como le dije antes, todo está en manos de Dios; y si Dios usa a alguien para castigar a esos asesinos, pues, gracias a Dios sean dadas”.

Gonzalo se puso de pie.

“No se vaya todavía, señor -lo atajó don Justo-; mi esposa y mis hijas están guisando un estofado delicioso, y le va a gustar. Espérese un momento, para que almuerce con nosotros... Era el plato favorito de Justo”.

Gonzalo se sentó, y Clementina, la hija mayor de don Justo, vino con una bandeja en la que traía una jarra con limonada y varios vasos. Gonzalo no andaba solo. Tres de sus hombres lo esperaban en la patrulla.

Después de vaciar medio vaso, con evidente placer, Gonzalo le dio las gracias a don Justo, y le dijo:

“Seguirán apareciendo muertos, señor, porque sabemos que esa banda tiene entre diez y quince miembros; algunos son menores de edad”.

“Seguirán apareciendo como usted dice, señor policía -dijo don Justo, hablando con acento tétrico-. Seguirán apareciendo, hasta que todos paguen sus pecados, sencillamente, señor, porque, como está escrito en la Biblia, la paga del pecado es la muerte”.

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TRES

Fue hasta después de que los técnicos de inspecciones oculares revisaron por cuarta vez la orilla del río, dos días después de encontrado el cuerpo del muchacho, cuando encontraron un pedazo de cartulina con el número dos en el centro. Los especialistas en grafología dijeron que la misma mano que había escrito el uno en el primer cuerpo, era la misma que había escrito el dos en la cartulina, aunque eran de diferente textura y color.

“Los están exterminando -dijo Gonzalo-. Y tenemos que estar preparados porque vamos a encontrar más muertos; amarrados y asesinados de la misma forma que estos dos”.

“¿Quién mató al primer muchacho, al que supuestamente se suicidó en la penitenciaría?”.

“Una de dos posibilidades. Sus compañeros se dieron cuenta que quería hablar con un agente de la Policía, y los jefes dieron la orden de ejecutarlo, o alguien de afuera ordenó su muerte. Y digo esto porque si él quería ayuda, y a cambio de ayuda le daba información a la Policía, no tendría intenciones de quitarse la vida. Además, no debemos olvidar que lo golpearon con fuerza antes de morir”.

“Entonces, este sería el primero de los exterminados... Y llevaría tres en su cuenta el que los está persiguiendo”.

“Y nosotros estamos a la espera de que aparezca el cuarto... No el tercero; el cuarto... Los rótulos en el pecho nos demuestran que alguien se ha dado a la tarea de matarlos... Y no se trata, precisamente, de bandas rivales... Estos no se andarían con tanto cuidado... Los matan en público o los desmembran, y asunto acabado”.

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“¿Tenemos sospechas de alguien, abogado?”

“Pues, podría decir que sí, pero se me hace difícil conectar a este sospechoso con las muertes; aunque todo me indica que se trata de una venganza bien orquestada, bien planificada y bien ejecutada”.

“¿El papá del muchacho que se llamaba Justo?”

“Sí”.

“Podemos catear la casa... vamos a encontrar cuerdas, nudos, cuchillos... algo que nos indique que él es el... asesino”.

“Cuerdas como las que tenían los muertos hay en todas partes, y abundan en esas aldeas; nudos como esos, los hacen miles de personas en el campo; y cuchillos, pues, tal vez sea lo único que podríamos encontrar, porque no se encontró ninguno en la escena del crimen. En cuanto a los objetos contusos con los que los golpearon hasta quebrarles los brazos y los dientes, pues, es posible que encontremos algo”.

“Puede hablar con el fiscal”.

De pronto, la conversación se interrumpió. En un matorral, cerca del cerro Juana Laínez, acababan de encontrar a un muchacho muerto. Tenía los brazos y los dientes quebrados, estaba amarrado de pies y manos, y una herida recta en el cuello le había quitado la vida. Era una herida de cuchillo, un cuchillo grueso, como de carnicero. Y tenía el número tres en el pecho, marcado sobre un pedazo de cartón.

“Tres, pero son cuatro -dijo Gonzalo-. Creo que el fiscal puede ayudarnos a detener al asesino”.

“¿El papá del muchacho, abogado?”

“Es el único que se me ocurre” -respondió Gonzalo.

NOTA FINAL

Aunque el fiscal estuvo de acuerdo en allanar la casa de don Justo, el juez dijo que no le parecía suficiente lo que tenía la Policía.

“Investiguen más, y regresen” -le dijo al fiscal.

Gonzalo fue a visitar de nuevo a don Justo.

“Fui sin ninguna esperanza -dice Gonzalo-; sabía que aquel hombre era más frío que el iceberg que hundió al Titanic; pero me equivoqué. Esta vez me recibió con una sonrisa, ordenó que me sirvieran algo de tomar, y un bocadillo, mientras estaba el almuerzo, y me dijo:”

“Lo estaba esperando, señor”.

“Ah sí. Y ¿por qué?”

“Vi en las noticias otro muerto”.

“Asesinado de la misma forma que los otros tres”.

El señor arrugó las cejas.

“Sí -dijo-; cuatro con este... Una equivocación en los números”.

“Entonces, al muchacho que supuestamente se suicidó en la cárcel, fue que lo asesinaron”.

“Señor -suspiró don Gonzalo-, el brazo de la Justicia es largo, y nos alcanza donde estemos... Dicen que no hay mayor poder en la tierra que el de la Ley, que después de un juez solo está Dios; pero al que dijo eso se le olvida que el dolor de un padre y el sufrimiento de una madre por la pérdida de un hijo da más fuerzas que mil gigantes juntos”.

Gonzalo lo miró, y le dijo:

“Me está usted diciendo que... sabe quién mató a esos muchachos”.

“No le estoy diciendo eso, señor... Pero, sí le aseguro que ya no va a encontrar más muertos”.

“¿No?”

“Dios ya castigó a los que nos hicieron ese horrible daño”.

“Me parece que sabe usted más de lo que yo me imagino”.

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“Usted no se imagina nada, señor; usted siempre ha estado seguro... El problema es que no puede probar nada”.

Don Justo amplió su sonrisa, aunque había tristeza en sus ojos.

“Ya puedo morir en paz... -exclamó-. Esos cuatro fueron los que se llevaron a mi hijo y a los Palma... El cuarto era el jefe, y el que dio la orden de matarlos; ustedes ya deben saberlo. Los demás delincuentes de la banda es asunto de la Policía”.

“Eso me parece una confesión de su parte”.

“Señor -dijo don Justo, acomodándose en su silla-, ya soy un hombre viejo; me casé ya maduro, porque trabajé durante mi juventud para tener algo que ofrecerle a la mujer que aceptara ser mi esposa, tuve una familia feliz, hasta que me mataron a mi único varón; hoy, lo que me importa es vivir en paz mis últimos días... Y digo mis últimos días, porque hace una semana me detectaron cáncer de próstata, en estado avanzado... No duraré un año... Pero, ya estoy en las manos de Dios... Pueden venir a mi casa, buscar todo lo que quieran, acusarme de lo que sea, y hacer su trabajo... Pero, usted bien sabe que no hallará nada que me incrimine... Nada. Porque no he de darle cuentas a nadie más que a Dios, y ya estoy cerca de hacerlo”

.Gonzalo regresó a Tegucigalpa.

“¿Quién más escuchó esas palabras?” -le preguntó el fiscal.

“Nadie más”.

“Entonces, no tenemos nada”.

“Nada, en realidad”.

“Bueno -suspiró el fiscal-, todo queda en las manos de Dios”.

“Así es”.

Gonzalo sonríe.

No tiene nada más que decir.