Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: La compañía equivocada

Como está escrito, el sabio ve venir el mal y se aparta...
17.12.2023

TEGUCIGALPA, HONDURAS.-FÚTBOL. Ese domingo había un partido de fútbol en el Estadio Nacional. Justo era aficionado de hueso colorado, o sea, fanático, y quería estar en las graderías para apoyar a su equipo. Desde hacía una semana estaba ahorrando para ir a la capital, y, ya que no tomaba licor, tenía suficiente para un plato de carne asada, un refresco y el pasaje de ida y regreso. Todo lo había calculado bien.

Llegaría a Tegucigalpa en la excursión que salía de su aldea, y regresaría a eso de las doce de la noche, con buen tiempo para descansar y seguir con su trabajo en la milpa de su papá. Tenía dieciséis años, y era muy responsable, tanto, que su padre descansaba mucho en él.

El único problema era que había dejado el colegio para ayudar a su papá en la finca, y eso no le agradaba al señor, ni a su madre, que deseaban que se “titulara de agrónomo” en Catacamas, Olancho. Así, se dedicaría a tiempo completo a las tierras, y haría crecer la propiedad, para que cuidara de sus hermanas cuando ellos ya no estuvieran. Pero, muchas veces el ser humano pone y el diablo dispone, y, si esto es verdad, aquel domingo, el diablo dispuso otra cosa para aquella familia.

La excursión regresó a la aldea a eso de la una de la mañana, pero en ella no iban todos los que salieron. Faltaban tres muchachos, entre ellos, Justo. Su papá preguntó, y le dijeron que estuvieron esperándolos después del partido, pero nunca llegaron.

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“Ya se van a venir por su cuenta en el bus” -le dijo el chofer.

Pero eso no sucedió.

Pasó todo el día, y los tres muchachos no regresaban. Hasta que, a eso de las tres de la tarde, una patrulla de la Policía llegó a la aldea, y los agentes visitaron tres casas. La primera fue la de don Justo.

“Señor -le dijo el oficial-, le traemos una noticia que no quisiera darle, pero es mi obligación. En la salida vieja hacia Olancho, en Tegucigalpa, encontramos tres cuerpos... Uno de ellos es su hijo Justo”.

El hombre se fue hacia atrás, las muchachas gritaron desesperadas, y la madre se llevó las manos al pecho.

“Creemos que los raptaron en algún lugar justo después de terminar el partido, y se los llevaron amarrados de pies y manos y con mordazas en la boca hasta el lugar donde los mataron”.

“Pero... si mi hijo no se metía con nadie”.

“De su hijo no tenemos antecedentes, señor, pero sí de sus compañeros... Los hermanos Palma, hijos de doña Jesús Palma... Vendían droga en el colegio, y en algunas calles de Comayagüela... Al registrarlos, les encontramos quince cigarros de marihuana al mayor, de nombre Jesús, y trece piedras de crack al menos, de nombre Justino. Y dinero en efectivo... En la Policía creemos que se trata de un ajuste de cuentas por la pelea de territorios para la venta de drogas... Estamos investigando los teléfonos”.

Don Justo dio un grito.

“¿Dónde está mi hijo?”

“En la morgue del Ministerio Público, señor”.

“¿Ustedes saben quiénes los mataron?”.

“No, señor... Estamos investigando”.

Aunque estaba desesperado, y la palidez cubría su rostro, don Justo recobró la calma poco a poco.

“Bueno -dijo-, ya nada se puede hacer... ¿Cómo podemos sacar a mi hijo de la morgue?”.

“Venimos para que nos ayude a reconocerlo, señor, aunque encontramos en su billetera sus documentos del colegio”.

“Mi hijo no era culpable de nada, señor” -dijo don Justo.

“Es lo que creemos, señor -le respondió el policía-; creemos que, cuando terminó el partido, su hijo y los hermanos Palma salieron juntos hasta donde los esperaba el busito de la excursión... En el gentío que salía, fueron interceptados y llevados a algún lugar bajo amenazas... Su hijo estaba con la compañía equivocada”.

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Don Justo no dijo nada, entró a la casa, se puso el sombrero, y salió después de un par de minutos, para subirse en su viejo carro Toyota Land Cruiser.

“Yo me encargo de todo, mujer -le dijo a su esposa-; que Clementina venga conmigo... Ustedes arreglen la casa. Yo voy a traer a mi hijo”.

Gonzalo

Dice Gonzalo Sánchez que don Justo se tragaba las lágrimas. Habían pasado diez días desde el entierro de su único hijo varón, y todavía no lo había llorado como corresponde.

“Ustedes deben saber quiénes fueron los que mataron a mi muchacho -le dijo a Gonzalo-; ustedes en la Policía lo saben todo de los delincuentes”.

“Tenemos una línea de investigación, señor -le respondió Gonzalo-, y estamos tras la pista de algunos sospechosos; pero no tenemos nada claro todavía... De lo que sí estamos seguros es que los asesinos son parte de una banda rival a la de los hermanos Palma, y que era a ellos a los que querían matar. Por desgracia, su hijo estaba con ellos al salir del partido, y se lo llevaron para no dejar testigos”.

“¿Eso lo averiguaron ustedes, o es suposición suya?”.

“Estamos trabajando en el caso, señor... Cuando tengamos información más clara, se la vamos a decir... Por ahora, es poco lo que sabemos”.

Don Justo se puso de pie, estrujó el sombrero con ambas manos, y miró a Gonzalo con ojos desesperados.

“Perder un hijo es lo peor que le puede pasar a uno -le dijo don Justo-; es como si cada día me arrancaran el corazón a pedazos... Y para mi pobre esposa es peor”.

“Entiendo, don Justo... Nosotros estamos investigando, y cuando tengamos algo claro, se lo vamos a informar”.

No dijo nada don Justo, y se despidió.

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“No lo volví a ver sino hasta diez meses después -dice Gonzalo, ordenando sus recuerdos-. Nosotros trabajamos en la investigación, pero lo único que sabíamos era que una banda de traficantes de droga que operaba en la primera y segunda avenida de Comayagüela tenía problemas con gente del mercado... Y los hermanos Palma vendían sus cosas en el colegio, y cerca de allí... Una señora que vende aguacates en la cuarta avenida, nos dijo que a los hermanos ya les habían advertido que se perdieran de esa zona; dijo que ella escuchó cuando alguien llamó a uno de ellos por teléfono, y lo puso en altavoz para que su hermano escuchara. Lo que oyó fue lo que nos dijo, y dice que lo demás no lo entendió por el ruido de los motores de los carros, y el vocerío de la gente. Pero, de que los hermanos estaban mal vistos hasta por sus profesores, era verdad... Siempre andaban dinero, y parece que uno de ellos andaba una pistola con dos cargadores en la mochila. Esto lo dijo uno de sus compañeros, que dijo, además, que todos les tenían miedo... Pero no dijeron nada acerca de los enemigos que tenían. Y cuando hicimos el vaciado del teléfono del hermano mayor, encontramos un número y una llamada que coincidía con la que dijo la vendedora de aguacates que había escuchado... Pero, estaba a nombre de alguien que no existía... y el número fue cancelado”.

Gonzalo hizo otra pausa, para tomar un poco de café y mordisquear una galleta de avena. Luego, dijo:

“En los diez meses que pasaron, en los que no vi a don Justo, los muchachos que seguían a esta banda de traficantes capturaron a dos, pero no les sacamos nada. Dijeron que no sabían nada de los muchachos muertos en la salida vieja a Olancho. Y ya que les habían encontrado droga y dinero encima, el fiscal los envió al juzgado, y el juez los mandó a Támara. Tenían dieciocho años... Y, después de que los mandaron para el módulo de sus compañeros, uno de ellos, en el mayor secreto, le mandó un mensaje a uno de los agentes que lo detuvo. El mensaje decía que si le ayudaban, él les iba a decir quiénes mandaban en la primera avenida de Comayagüela, y que tal vez allí encontrarían a los que mataron a los chavalos. El agente estuvo de acuerdo, dejó para el lunes la visita a la penitenciaría, pero, cuando llegó, se dio cuenta que el muchacho se había suicidado, ahorcándose con una cuerda que él mismo hizo con pedazos de una sábana... Lo raro en este suicidio era que el muerto tenía muchos golpes, le habían quebrado los brazos, y le faltaban varios dientes... No se supo nada más, hasta que una tarde, después de una tormenta, cerca de la colonia Cerro Grande se encontró un cuerpo. Estaba tirado en una cuneta, a la vista de todo el mundo, con las manos y los pies amarrados. Lo habían torturado antes de matarlo hundiéndole en el cuello un cuchillo largo y ancho. Por supuesto, lo mataron en otra parte, porque en la escena del crimen se encontró poca sangre”.

Gonzalo se acomodó en su silla.

“Pero en este crimen había algo que llamó mucho la atención a los investigadores -agregó-, y era que en el pecho tenía un cartel, un pedazo de cartulina, o de cartón grueso, en el que estaba escrito el número uno. Nada más. Cuando lo identificamos, nos dimos cuenta que era el hermano mayor del muchacho que se suicidó en la penitenciaría... y que pertenecía a la banda que vendía droga en la primera y segunda avenida de Comayagüela”.

Gonzalo se sirvió más café.

“Quisimos saber algo más de aquel muchacho, y fuimos a la cárcel de Támara, para hablar con el segundo detenido, el que estaba con el que se suicidó, pero, cuando preguntamos por él, nos dijeron que el juez lo había dejado en libertad por falta de pruebas... Imagínese usted, por falta de pruebas”.

Gonzalo sonrió, y había decepción en su sonrisa.

“No sabíamos por dónde seguir. Teníamos muertos a los hermanos Palma y a Justo, a dos miembros de la banda de la primera avenida, y a pesar de que estábamos detrás de una buena pista, nos sentíamos con las manos atadas... No habíamos avanzado nada... Y lo peor de esto fue cuando encontraron al segundo muchacho, al que salió por falta de pruebas de la cárcel, muerto; torturado y muerto, detrás de una montaña de basura, cerca del río Choluteca, en la primera avenida... Estaba amarrado de pies y manos, y lo habían matado con un cuchillo que le atravesó la garganta... Yo sentí que me jalaban las orejas para arriba; busqué las fotos del muerto de la Cerro Grande, y vi que los nudos de la cuerda con que lo amarraron eran exactamente iguales; aparte de eso, las torturas eran casi las mismas: dientes quebrados, brazos quebrados... y la herida mortal en la garganta, con salida en la nuca... A estos dos los habían matado de la misma forma, y era lógico suponer que quien los había matado era la misma persona... o las mismas personas”.

Suspiró Gonzalo Sánchez, y dijo:

“Una idea y un nombre se me vino a la cabeza, pero no se lo dije a nadie... Era cosa de esperar... De esperar a que apareciera otro cadáver en las mismas condiciones... o sea, otro muchacho asesinado de la misma forma... Si mis ideas eran correctas, no tendría que esperar mucho tiempo”.

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