CASO. Guillermo Egberto Arias Aguilar era sub teniente en mil novecientos ochenta y seis, cuando una banda de asesinos tiñó de sangre aquella casa tranquila y apacible de la zona de La Montañita.
Recién graduado en la Escuela de Carabineros de Chile, regresó a Honduras con una especialidad en investigación criminal y con el entusiasmo y el compromiso de ser siempre un buen policía, lo que le valió para ser nombrado jefe del Departamento de Homicidios de la Dirección de Investigación Nacional, DIN.
Veintiséis años después, con la frente en alto y con el grado de Comisionado, Guillermo Arias, se convirtió en Sub Director de la Policía Nacional, un cargo que lleva con mucha responsabilidad y que han ejercido dignamente muy pocos oficiales, entre los que destaca el general René Maradiaga Panchamé.
CRIMEN. El cadáver de don Julio estaba en la sala de la casa, sobre un charco de sangre. Tenía tres heridas de bala y su agonía había sido larga y dolorosa. Más allá, en la cocina, estaba el otro cuerpo, tirado boca arriba, con la frente destrozada a balazos.
Y a unos cien metros de la casa, a la orilla de la carretera de tierra, estaba el tercer cadáver, el de un muchacho que no pasaba de los diecisiete años y al que habían ejecutado después de obligarlo a tenderse boca abajo en el suelo. Le habían disparado una sola vez en la cabeza. Cuando el DIN llegó a la escena, la gente de La Montañita estaba conmovida y pedía a gritos que se capturara a los criminales. Los periodistas estaban listos para contar una historia macabra.
- “¡Fue ese maldito del Tenampa! – gritaba la viuda de don Julio, histérica y bañada en lágrimas– ¡Ese hombre maldecido vino a matar a mi marido en venganza porque Julio lo denunció porque le robó unas vacas! ¡Ay, Diosito lindo! ¡Que agarren a ese desgraciado y lo hagan sufrir lo que yo estoy sufriendo! ¡Julio! ¡Julio! ¡Mi compañero de toda la vida! ¿Qué voy a hacer ahora sin vos? ¡Ay, Diosito; llevame a mí también!”
EL DIN. El teniente Arias se bajó del Jeep seguido por varios detectives vestidos de paisano, y entró a la casa. A su alrededor se hizo el silencio. Era esa época en la que el DIN imponía el terror con tan solo su nombre.
- “¿Por qué dice usted que el Tenampa es el asesino?”
La señora guardó silencio, se limpió los mocos con el delantal y miró con sus ojos rojos al oficial. Este la veía a su vez con ojos impasibles, fríos, sin que la más mínima emoción asomara a su rostro. Era una cara de piedra que, sin embargo, transmitía seguridad y confianza. La mujer respondió:
- “El Tenampa le robó unas vacas a mi esposo, señor, y mi esposo lo denunció en el DIN. Hay testigos que oyeron al Tenampa jurar que iba a matar a mi marido por haberlo denunciado… Por eso estoy segura que él lo mató; él y los maldecidos que andan con él”.
Guillermo Arias miró a la mujer profundamente, esperó a que estuviera más tranquila, y le preguntó:
- “¿Dónde estaba usted cuando llegaron los asesinos?”
- “En la cocina”.
- “¿Y su marido?”
- “En el corredor, tomando el aire”.
- “¿Alguien vio al Tenampa asaltar la casa, atacar a su esposo y asesinarlo?”
- “No sé, señor. Yo estaba en la cocina, asando una carne que iba a cenar mi marido…”
- “¿Quién más estaba con su marido?”
- “Solo mi sobrino y un peón. Pero a los dos los mataron…”
- “¿Qué se llevaron los asesinos?
- “Tres mil lempiras y un rifle”.
- “Tres mil lempiras es bastante dinero, señora. ¿Por qué tenía ese dinero en la casa su esposo?”
- “Porque iba a comprar un ganado al día siguiente”.
- “Bien”.
LA ESCENA. El teniente Arias estudió la escena despacio, tomando nota de cada detalle.
“El señor trató de defenderse, entró a la casa y le dispararon por la espalda, luego lo remataron con dos tiros en el pecho. La esposa dice que estaba sentado en el corredor, lo que significa que lo atacaron por sorpresa, aunque tuvo tiempo para entrar a la sala. Al sobrino lo mataron cuando trataba de escapar. Vamos a ver el cadáver de la carretera”.
LA BALA. Aunque la mañana era fresca, estaba cargada de odio y de tristeza.
El teniente Arias se agachó para ver el cadáver más de cerca, esperó unos segundos y le pidió a dos de sus hombres que le dieran vuelta. La cara era irreconocible. Al salir, la bala le había destrozado la nariz y el ojo derecho, y una plasta de sangre coagulada, mezclada con tierra, se había convertido en una máscara que cubría desde la barbilla hasta la base del cráneo.
- “Un cuchillo”.
La voz del teniente sonó como una campanada ante el silencio que había a su alrededor. Uno de sus hombres se acercó con un yatagán.
En el suelo, donde estuviera la nariz del muchacho, había un agujero pequeño que llamó la atención del teniente. Despacio, empezó a escarbar, separando la tierra sanguinolenta con los dedos. Cuando se detuvo, algo parecido a una sonrisa se dibujó en sus labios. Levantó la mano derecha y observó, aprisionada entre el índice y el pulgar, una ojiva de bronce, con las estrías curvas bien marcadas.
“Nueve milímetros” –dijo, guardándola en una bolsita transparente.
EL TENAMPA. Los periódicos hicieron el respectivo escándalo, el entierro fue doloroso y la presión sobre el DIN aumentó con la indignación de la gente.
El Tenampa era un delincuente peligroso y tenía que ser capturado antes de que hiciera más daño. Y la gente lo quería vivo porque estaba segura de que cuando cayera en las manos del DIN iba a desear la muerte mil veces, y ese sería su peor castigo. Y diez días después, escondido en una zacatera, cerca de la aldea Villavieja, el Tenampa cayó en manos del DIN. Eran casi las seis de la tarde y el sol se había perdido a lo lejos, dejando un resplandor dorado en el cielo.
- “¡Pará-tiay, hijuep…! ¡Pará-tiay! ¡Somos del DIN! ¡Pará-tiay, y no nos hagás correr porque te va a ir pior!”
El Tenampa se quedó de una pieza. Levantó las manos y gritó, con voz desesperada:
- “¡No me disparen! ¡No me disparen! ¡Yo fui! ¡Yo fui! ¡Yo los maté! ¡No me hagan nada!”
El valiente asesino, ladrón de ganado, asaltante y violador de mujeres, estaba detenido. Su carrera criminal había terminado. En silencio, se dejó esposar hacia atrás y tuvieron que empujarlo para que arrancara los pies de la tierra donde se había sembrado. Cuando llegó a las oficinas del DIN en el barrio abajo, estaba pálido y sudaba helado, su sonrisa era una mueca y en sus ojos brillaban el temor y la desesperación. El teniente Arias lo recibió en su propia oficina.
- “Jefe -le dijo uno de sus hombres, cuadrándose marcialmente-, con la novedad que capturamos al Tenampa en una zacatera de Villavieja. Ya confesó que él es el asesino de La Montañita”.
El teniente Arias lo miró por un momento. El Tenampa tembló.
- “¿Vos los mataste?”
- “Sí, jefe; yo los maté… ¡Yo solito!”
- “¿Ah, sí?”
- “Sí”.
- “¿Y por qué los mataste?
- “Por venganza, jefe; por venganza”.
El teniente Arias guardó silencio. Paseó la mirada por la pieza y arrugó la nariz. Un olor nauseabundo llenaba el ambiente y, poco a poco, se volvía insoportable.
- “Y, ¿cómo los mataste?”
- “Mire, jefe, el viejo se me puso al brinco y le disparé, y el otro muchacho se me tiró encima y no me quedó otra más que echármelo al plato…
Sí, así fue.”
- “Ajá. ¿Y al muchacho que mataste en la carretera?”
- “Jefe, es que se me quiso escapar, jefe, y entonces le disparé de largo… Mire que yo tengo buena puntería…”
- “¡Ah! ¿Y los dos mil lempiras y el rifle que te robaste?
- “Los dos mil lempiras los gasté, mi jefe, y el rifle no sé qué lo hice; por ahí está… ¡Ah!, lo guardé donde un señor, uno al que yo le hago el amor a su esposa... Tráigalo para que vea...”
El teniente sonrió.
El olor ahora era repugnante. Los hombres del teniente Arias se rascaban la nariz.
- “¿Qué es lo que apesta aquí?”
- “No sé, jefe –dijo uno de los detectives-, pero apesta bien feo, como a pupú”.
- “¡Ay, jefe! –gritó el Tenampa-, no se enoje conmigo… Es que del miedo me hice en los pantalones… No me vayan a torturar, jefecito; yo le confieso que yo maté a los hombres esos… Yo fui…”
El teniente Arias se tapó la nariz con un pañuelo, le dio una orden a uno de sus hombres y este salió empujando al Tenampa. Cuando se quedó solo con el otro, le dijo:
- “Este hombre no es el asesino de La Montañita. No es él. Está mintiendo por miedo y se echa la culpa porque la señora le dijo a los periodistas que él es el asesino, y tiene miedo que el DIN lo torture…”
- “¿Usted cree, señor?”
- “Estoy seguro”.
- “¿Y el señor que dice que le guarda el rifle?”
- “Hay que hablar con ellos”
- “¿Qué hacemos con el Tenampa?
- “Báñenlo, y que se vaya… Él no es el asesino…”
- “Pero, jefe, ya el juez mandó la orden de captura contra él…”
- “¡Ah!, eso es otra cosa. Entonces remítanlo al juzgado, con copia de nuestro informe, y que el juez vea qué hace con él…”
- “Jefe, y si el Tenampa no es el asesino, ¿quién es?”
- “Ya caerá, ya verás”.
El hombre se rascó la parte de atrás de la cabeza.
- “Usted me perdonará, jefe, pero… ¿por qué dice usted que el Tenampa no es el asesino?”
- “¿Te acordás de la bala que saqué de la tierra y que fue la que mató al muchacho en la carretera?
- “Sí, jefe”.
- “Al muchacho lo acostaron y después le dispararon; la bala le traspasó la cabeza y se enterró unas pulgadas en el suelo. De ahí la saqué yo… ¿Estamos?”
- “Sí, jefe.”
- “¿Y el Tenampa qué dice? Que le disparó de largo porque quiso escapar. ¿Estamos? ¿Ves que está mintiendo para salvarse de la tortura que cree que le vamos a dar en el DIN? Solo está repitiendo lo que leyó en los periódicos. Nada más.”
Aun así, y apestando un poco todavía, el juez remitió al Tenampa a la Penitenciaría Central. El teniente Arias estaba seguro de que habían encarcelado a un hombre inocente, al menos del crimen de La Montañita.
DETENIDOS. El coronel Sánchez estaba enojado y miraba con llamas en los ojos al teniente Arias.
- “Esos dos que capturamos nosotros son los cómplices del Tenampa. Lléveselos y remítaselos al juez…”
- “Con todo respeto, señor, esos hombres no puedo recibirlos en el estado en que se encuentran…”
- “Bueno, ¿y usted quien p… se cree?”
- “Señor, esos hombres no pueden caminar. Los torturaron tanto que no pueden ni hablar, tienen los testículos inflamados, las uñas de los pies arrancadas, los tobillos y las muñecas laceradas por los alambres con que los colgaron, las plantas de los pies quemadas, les quebraron varios dientes y se les notan las llagas de los choques eléctricos. Una confesión así no vale para mí, señor, y tampoco puedo recibir en mi sección a esos detenidos…”
- “Pero esos son los asesinos de La Montañita”.
- “Con el debido respeto, mi coronel, señor, por la forma en que los torturaron, mucho me extraña que esos hombres no hayan dicho que ellos mataron a Jesucristo”.
El coronel
Sánchez estalló:
- “¿Y este hijuep… ‘suiche’ qué se cree? ¡Quitate de mi vista antes de que te mande un año al calabozo! ¡Llámenme al jefe del DIN!”.
SEIS MESES. - “Tenemos informes que los que mataron a la gente de La Montañita se mueven en Comayagüela, jefe… La banda se ha desperdigado porque saben que andamos detrás de ellos…”
- “Hay que seguir trabajando. Tenemos que agarrarlos…”
En ese momento se abrió la puerta de la oficina del teniente.
- “¿Qué hay? ¿Desde cuándo se entra a la oficina de un superior sin tocar la puerta?”
- “Perdone, jefe, pero es que le traemos a un detenido… Un hombre que asaltó a un taxista por el Mama Chepa y casi lo mata…”
- “Tráiganlo”.
La cara del hombre era la de un puma enojado, y su mirada era siniestra. No dijo una palabra. Un detective se acercó al teniente y puso una pistola en el escritorio.
- “Este es el arma con la que le disparó al taxista, señor. Nosotros hacíamos una vigilancia cuando escuchamos los tiros y le caímos encima…”
- “Bueno. Que preparen la sala de interrogatorios… Vamos a hablar personalmente con este caballero”.
La mirada de fuego del hombre se apagó de repente y un temor, casi un terror repentino, inundó su rostro. Un temblor le sacudió el cuerpo y quiso decir algo:
- “¿Qué me van a hacer?” – dijo, unos segundos después, con voz temblorosa.
- “Solo vamos a hablar… Así es que te dedicás a asaltar a la gente…”
El teniente Arias hablaba despacio mientras veía la pistola que le habían puesto sobre el escritorio. Abrió una gaveta y sacó una bolsita transparente. En esta estaba una ojiva de bronce.
- “Mirá, llevame a Balística esta pistola y esta bala y que me hagan un informe rápido…, mientras hablo con este señor… ¿Ya está lista la sala de interrogatorios?”
- “Ya, jefe”.
El hombre casi se desmaya.
- “¿Qué es lo que busca, jefe?”
La voz salía de una tumba. El hombre sudaba a mares. Y esto que era un olanchano de pura cepa.
- “¿Qué sabés de la banda que mató a una gente en La Montañita, hace seis meses? Me parece que vos sabés mucho de estas cosas y que no solo te dedicás a asaltar taxistas. Creo que si asaltaste a ese taxista para robarle quince lempiras es porque estás desesperado y porque por el momento no podés dedicarte a presas más grandes… Ya estás muy viejo para andar asaltando taxistas… Vos estás para cosas mayores…
Qué, ¿te le andás escondiendo al DIN por algo? ¿Por qué?”
El hombre siguió en silencio.
- “Bueno, ¿querés hablar aquí o vamos a la salita?”
- “No, jefe. No me lleve allí. Yo fui el de los muertos de La Montañita…”
Hubo un momento de silencio.
- “¿Qué te robaste?”
- “Un rifle y tres mil pesos. El viejo iba a pagar un ganado, yo escuché eso en El Zamorano y me vine a quitárselos…”
- “¿Por qué lo mataste?”
- “Le caímos por sorpresa, jefe; pero cuando le dije manos arriba, salió corriendo para la sala, lo alcancé y me quiso disparar… Allí quedó la pistola de él en el suelo. Seguro que usted la vio. Yo me le adelanté. El primer tiro fue en la espalda y dos en el pecho. Al muchacho de la cocina le disparé porque creí que iba a avisar a los vecinos y a traer un arma”.
- “¿Y el muchacho de la carretera?”
- “A ese lo maté para no dejar testigos, jefe. Le dije que se acostara en el suelo y le di un solo tiro en la cabeza… Ya veo que usted sacó la bala del suelo”.
- “¿Y el rifle que te robaste?”
- “Yo lo tengo escondido. Lo iba a vender. Yo lo llevo donde lo tengo, jefe, pero no me lleve a la sala de interrogaciones”.
Una semana después, el Tenampa y los dos torturados salían de la Penitenciaría Central. El Tenampa se regeneró y hoy envejece en un puesto de frutas al por mayor que le da lo suficiente para vivir. Del asesino de La Montañita solo se sabe que salió en libertad hace varios años, por buena conducta.