Acabo de regresar de Chile, donde a finales de noviembre se han celebrado unas elecciones municipales de especial significación. En efecto, hasta ahora en ese país la inscripción en el censo electoral y el voto han sido obligatorios, pero en estas municipales fueron voluntarios por primera vez.
El resultado ha arrojado un sesenta por ciento de abstención. E inmediatamente se han oído voces para clamar la desafección de los ciudadanos por los políticos y hasta por la política, que en España nos suenan de sobra conocidas. ¿Es cierto que la mayoría ya no se interesa por el ritual de la democracia vigente?
Es evidente que ningún ser racional puede desentenderse realmente de la política en ninguna parte. A nadie le dan igual las condiciones laborales en que trabaja, la asistencia sanitaria de que puede disponer, la educación de sus hijos, la protección de su ancianidad o la libertad de expresión y asociación de que dispone. Puede desconfiar de los políticos en ejercicio actualmente, puede suponer que ninguno de ellos va a ocuparse realmente de sus problemas, pero nadie cree que es lo mismo vivir en unas condiciones políticas que en otras. Quizá ocasionalmente la gente no se moleste en ir a votar, es muy probable que no se tome el trabajo de informarse bien de los programas de los partidos ni en ofrecerse como candidato en ninguno de ellos, pero seguramente tendrá su opinión sobre las decisiones políticas que le afectan. Y si le parecen inadecuadas y vive en circunstancias democráticas, no se privará de expresar su descontento, a veces tumultuosamente y en la calle.
Sin embargo ¿de qué vale la protesta si no va seguida de alguna propuesta? En casi todas nuestras democracias hay muchos ciudadanos -¿la mayoría, posiblemente?- que nunca se acuerdan de la política cuando las cosas funcionan pasablemente bien, pero que la consideran una desgracia pública cuando fallan las garantías o los servicios que ellos daban por descontados. Quizá no sea realmente toda la culpa suya, puede que gobernantes interesados les hayan convencido de que deben esperarlo todo de los políticos pero nunca tratar de inmiscuirse en su tarea.
Nadie se encarga de recordarles de que en democracia políticos somos todos (ese es el significado de la palabra “democracia”) y que preocuparse de los asuntos públicos forma parte de sus obligaciones y no simplemente de sus opciones.
Los ciudadanos no son espectadores de un drama que les concierne pero en el que no pueden eficazmente intervenir y cuyo papel debe limitarse a aplaudir o silbar a los protagonistas que ocupan el escenario. Si notan que se les ha relegado a esa condición de mirones, no deben conformarse con abuchear la función sino que tienen que subir al tablado y cambiar el argumento de la obra que allí se representa… representándoles.
Hace tiempo pensaba que el voto obligatorio era excesivamente coactivo, pero ahora comprendo que puede encerrar una sana pedagogía para implicar a los ciudadanos en la gestión de lo que les concierne: votar me da derecho a protestar pero también obligación de proponer. No vale contentarse con ser apolítico cuando las cosas van bien y antipolítico cuando van mal, es preciso ser político consciente y permanentemente.