La renuncia interpuesta por el papa Benedicto XVI, argumentando razones de edad y de salud, no es una acción intempestiva; por el contrario, ha sido larga y profundamente meditada y ha antepuesto el interés institucional antes que el personal.
Teólogo inflexible, sus aportes han sido en el campo doctrinario, pero con limitantes como administrador de una Iglesia universal, con desafíos y problemáticas en distintas naciones y de diversos tipos.
Vocaciones sacerdotales cada vez más disminuidas, escándalos provocados por abusos sexuales en contra de menores, que en muchas ocasiones han sido encubiertos por la jerarquía episcopal.
Transacciones financieras irregulares por parte del Banco del Vaticano, complacencia excesiva ante el poder temporal, legitimando así el status quo, distanciamiento con las necesidades y angustias cotidianas de la feligresía, énfasis en los aspectos formales y rituales a expensas de lo esencial: la prédica de Cristo en pro de los marginados y excluidos.
Obviamente, estas y otras falencias no son nuevas: datan de hace muchas décadas, pero con el paso del tiempo se han ido exacerbando, diluyendo así esfuerzos y recursos orientados hacia la labor misionera y apostólica.
La coyuntura provocada por la renuncia del pontífice debe ser aprovechada para actualizar y reformar a la Iglesia Católica, en aspectos tales como abolir el celibato sacerdotal, origen de tragedias y dilemas existenciales; permitir que mujeres puedan ser ordenadas como sacerdotisas, lo que aportaría a la institución la compasión y sabiduría femenina, implementando así tanto la igualdad de género y oportunidades como el fortalecimiento cualitativo y cuantitativo del sacerdocio; un mayor activismo en materia de derechos humanos y de erradicación de la pobreza y desempleo, cada vez más generalizados a escala planetaria,
El argumento de que la proyección hacia la sociedad escapa a las funciones y responsabilidades eclesiales ni es válido ni justificado; adicionalmente, una de las principales razones para que las iglesias protestantes han incrementado el número de adeptos en las naciones tercermundistas es, precisamente, su respuesta oportuna e inmediata a las necesidades materiales de los pueblos.
Una nueva actitud, ajustada a las realidades contemporáneas, es requerida en materia de salud reproductiva, incluyendo el uso del condón como medida protectora para evitar infecciones contraídas por contacto sexual, incluyendo el sida.
¿Encontrará la Iglesia Católica la suficiente dosis de voluntad política, de toma de decisiones trascendentales a los más altos niveles jerárquicos para continuar siendo relevante en la época actual, caracterizada por el descreimiento, el materialismo, el neoliberalismo inhumano, excluyente, elitista y depredador? ¿Ocurrirán cambios trascendentales que permitan actualizarla y proyectarla? ¿Prevalecerá el ala reformista o, nuevamente, se impondrá el conservadurismo y el tradicionalismo?
¿Continuará prevaleciendo la voluntad y la óptica europea, o, por el contrario, se permitirá que un cardenal africano, asiático o americano asuma la monarquía pontifical, imprimiéndole nuevas visiones y misiones?
Serán el tiempo, las circunstancias y los personajes involucrados quienes tendrán en sus manos tan decisivas –y vitales- decisiones que afectarán el rumbo tanto de la Iglesia, urbe et orbi, como de sus creyentes.