Las iglesias antiguas lo sospechaban, las modernas lo atestiguan, la ciencia contemporánea lo prueba: la mayor motivación vital del hombre es sexual. No por rijoso morbo (que el mataburro dice es afección psicológica “moralmente insana”, quedando por discutir qué implica allí “moral”) sino porque es el principio de renovación de la especie, su misteriosa llave de supervivencia, asegurada al juntar cigoto a gameto, al copular, coyuntar, aparear, enlazar, enchufar, empalmar, maridar, mancornar, conectar los órganos sexuales para prolongar la humanidad o solamente —tarde de sábado, domingo de por medio, las breves agendas— gozarlo sin pecado, culpa o mortificación. Maravilloso si lo fecunda el amor y tristes quienes olvidaron el modo en que comienza, con enamoramiento y ternura, pues si no toca al alma se vuelve ejercicio, como pedalear en bicicleta, nadar en la arena o remendar un calcetín…
Todo esto porque las estadísticas de femicidios me llevan sufrido y angustiado. Pues, ¿qué hondo conflicto intelectual hace que un individuo acabe con la vida de otro, o del sexo opuesto, que es su complemento de masculinidad (suponiendo al homicida un hombre) o complemento solidario, suponiendo sea mujer la asesina?... ¿Qué intrincada raíz de odio fermenta a la desigualdad, al grado de volverla absolutamente irreconciliable? ¿Matando mata simbólicamente a su madre aquel a quien la madre lo abandonó para marchar al norte, que en Honduras son muchas? ¿Mata representativamente a la abuela, que hoy severa lo domina? ¿A la esposa que lo despreció por otro, agravando así el conflicto psicológico de la personalidad herida, de la extraviada identidad, más las dudas que emergen inmediatas sobre la propia capacidad sexual, ya que si hay un amante es que el amante lo hace mejor, y que hunde al individuo en terrible confusión?
¿Rencor por el padre que se fue, por la madre muerta y los sucedáneos complejos de culpa?... Acuchillo a esta mujer que me cruza al frente porque lleva remembranzas de mi mamá, de la incómoda madrastra o porque no puedo soportar frente a ella mi inferioridad, soy manación de su vientre, jamás superaré su potencia gestora superior. El hombre —a pesar del cuento bíblico de la costilla— depende de la mujer, le es sustancial y cómplice, mitad de su biografía genética, y es terrible dolor existencial imaginar que no nos quiere. Este país urge de legiones de psicólogos, de psiquiatras sociales capaces de revelar los múltiples fantasmas y demonios que asolan la mente de su población…
Pues, ¿residirá en el fondo de tanto crimen un profundo complejo sexual disfrazado como enfrentamiento de género? La carga de represión crudamente implantada en la psiquis del hondureño por la gazmoñería, por la falsa virtud de los religiosos medievales que “orientan” al país y que dominan la sociedad desde aldeano a gobernantes, ¿habrá reforzado esa cadena del delito?...
Para romper con acondicionamientos de tal clase es que, probablemente, Francia, Holanda, Suecia, consienten tanta diversidad sexual (que no es libertinaje) y limpian de pecado al acto más hermoso del ser humano, al más liberador de tensiones, pues su represión activa violencia mental y por consecuencia física… La insistencia en pecado, pecado, pecado acaba por inducir pecado, o hace creer que mana pecado de todo, dándose la paradójica experiencia de que son quienes no lo practican los que sermonean sobre el amor. ¿Y desde cuándo quienes desconocen el beneficio de esa materia pueden predicar sobre ella? Ironía alienante: los ciegos conducen al que posee visión.
La reconstrucción de esta república, hoy en su peor momento, se exige física pero mayormente espiritual. Mientras no se rompa las cadenas que nos atan a todos los pasados —políticos, económicos pero particularmente culturales y por ende de superstición— será como arar el mar.
Hay que introducirle el tema al discurso de los políticos arribistas y montaraces, pues es en su ignorancia donde reside nuestra perdición.