A este lado el canal, del otro viejas edificaciones medievales. Visité Ámsterdam en 2002 y no vi pordioseros en las calles aunque sí, ocasionalmente, dependientes de droga a quienes interrogaba amable la policía, consciente de que son enfermos, para incitarlos a unirse al programa oficial de atención a adictos y que les permite acceder a un sustituto sintético de heroína que, sin provocar los usuales dolores o ansiedad, les facilita ir saliendo de esa letal trampa, de la arena movediza de los opiáceos.
Holanda –el país más tolerante y solidario de la tierra– decidió en 1998 liberar el consumo y, así, los narcófilos pueden portar unos pocos gramos de la sustancia para uso personal. Más de esa cantidad es delito y la ley es severa con el transgresor. El consumo de marihuana, o hachís, es permitido en bares o coffee shops a cuya oscurecida puerta asomamos la nariz los turistas, aspiramos y salimos borrachos, tal la niebla y la concentración de usuarios. Los drogadictos desaparecieron de la vista pública en 2010, se redujo la violencia, particularmente la familiar, el Estado consiguió ahorros significativos en gastos de salud y, con excepción del temor a perder turistas y de problemas con consumidores gruesos (que vienen de Alemania, Bélgica, otros, a motearse duro) el modelo de tratamiento del problema ha sido, a grandes trancos, éxito.
La base es sencilla: son perseguidas por ley la venta a gran escala, la producción, la importación o exportación, incluso si solo proporcionan a los coffee shops la cantidad aprobada, similar a lo que parece proponer ahora (no se conoce plan detallado todavía) el gobernante de Guatemala…
Pero ¿esta “neoliberalización” del consumo acabará en Centroamérica con el problema?
Dudoso. Holanda no tiene como nosotros, a pocos miles de kilómetros, un submundo de treinta millones de consumidores que exigen su jeringazo diario y que pagan bien por él. Carece de los mares, costas y selvas del istmo donde ocultan sus bodegas y laboratorios los importadores y procesadores; su servicio policial es confiable y poco corrupto, igual que sus fuerzas armadas son mínimas y profesionales. La banca de su mayor vecino no lava y se queda con unos 260 mil millones de dólares de los 600 mil que generan en todo el orbe las drogas al año; esos vecinos no exhiben actitudes hegemónicas, expansionistas o imperialistas como Estados Unidos con nosotros. En fin, su panorama es distinto.
De allí que, siendo insólito que los oscuros gobernantes locales aporten idea alguna al mundo (si alguna vez lo hacen) que no haya tamizado el
Departamento de Estado, la proposición chapina hace desconfiar. A pesar de la aparente negativa norteamericana a la sugerencia, ¿no será todo un plan para que nos hundamos completamente en la boñiga cocainera, amenaza a la que por virtudes castizas nuestra sociedad ha probado resistir? ¿Acaso las cañoneras inglesas no forzaron a China en 1840 a comercializar opio para luego, moralmente degradada, conquistarla en plenitud? ¿Y si todo fuera una jugada política, mula de seis a la apuesta, destinada a convertirnos en espacio neutro de circulación de estupefacientes sin que a EUA le cueste nada? ¿Y quién pagará por los tratamientos sanitarios locales, las clínicas desintoxicadoras, los medicamentos, los hospitales si el montonón de ricos viciosos está allá arriba, no aquí? Gato encerrado, ¿por qué nunca capturan a capos en EUA…?
De la derecha política centroamericana debes desconfiar, es apátrida y entreguista; a lo menos ignorante y de segura seducción. Lo que el guatemalense quizás busca es más bien desviar los ángulos refractivos del tema: la grave crísis narco-social es norteamericana, no nuestra; donde debe estudiarse la liberalidad es allá; aquí lo que ocupamos es que funcionarios, autoridades y fuerzas represivas no se vendan al narco ni hipotequen la patria ni la nacionalidad. Un asunto moral, entiendes, no de modernismos falsos...