Ciertas personalidades de la cultura se hacen admirables por calidad, no por mercadeo. De la bruma del siglo XX surgen las imágenes de Picasso y Huxley, de Gandhi y Hemingway, como de Sartre y Orwell, constructores de lo moderno. Gracias a esos pensadores las tendencias violentas y fascistas de la centuria fueron enfrentadas por el humanismo y la civilización, permitiéndonos acceder a sociedades con superiores condiciones de vida -a pesar de sus brutales guerras-.
Y en el campo de la cinematografía no ocurrió menos. Gracias a imaginadores terribles como De Sica y Visconti, Orson Welles, Ford, Huston, Buñuel, Kazan, Cocteau o Kurosawa, para solo citar unos, la revolución del pensamiento se aceleró y facilitó a millones de masas analfabetas, o con escasa oportunidad para dejar de serlo, aproximarse por el celuloide a existencias posibles y a la vida real. Es probable que el cine haya revolucionado más a las gentes que la literatura, los ideólogos y los agitadores de profesión.
Y en 2011 viene Woody Allen con lo que menos podría esperarse que al orbe le gustara, una aventura de amor, solo que tan bien concebida e hilada, y con el título de Midnight in Paris, que además de haber conquistado al Festival de Cannes en su apertura se ha convertido en su filme más taquillero.
El hombre es definitivamente ingenioso. Sitúa a una pareja de novios en París para celebrar su compromiso matrimonial: él es guionista de cine aspirante a escritor, ella doña nadie y sus conservadores padres peor. Así es que, al caminar por medianoche y al son de campanadas estilo Cenicienta, un elegante coche lo invita y traslada a celebrar la ciudad. Excepto que el tiempo se transforma y es ya la década 1920, y en el Barrio Latino relumbra esplendor de luces feéricas -luces de hadas, al decir de Juan Ramón Molina en la línea inicial del Prólogo a la novela 'Annabel Lee' de Froylán Turcios, escrito allí-, y quienes lo halagan son nada menos que la crema intelectual terrena: el novelista Scott Fitzgerald, el compositor Cole Porter, el escritor Ernest Hemingway (se suicidó, como antes Belmonte), los pintores Picasso y Dalí, y el director Luis Buñuel. La maravilla, el sueño de todo autor culto: conocer a los grandes maestros y mejor en persona…
Desde luego que la saga amorosa prosigue paralela pero lo que el genio de Allen muestra es excepcional: una época y estilo de vida, la parranda insomne que Hemingway retrata en 'París era una fiesta', la calma tras la primera matanza bélica y el respiro previo a la segunda, modos de ser y cierta condición humana.
Sin despreciar detalles radiografía al movimiento espiritual de entonces con amplitud: la madre pontificia de las letras en lengua sajona, Gertrude Stein, y su compañera Alice B. Toklas, están igualmente allí dando pauta a la vibración estética; Adriana Bordeaux (Burdeos) excita recordando haber sido amante sucesiva de Modigliani, Braque, Picasso y Hemingway, artístico récord; el torero sevillano Juan Belmonte es huracán sexual de moda, cosquilla pudenda para la mala escritora y alcohólica (frecuentemente lo mismo) Zelda Fitzgerald; la cónyuge del actual presidente de Francia, Carla Bruni, que exhibe sus suaves bellezas como guía del Museo Rodin, y una noche de juerga la exquisita bailarina negra Josephine Baker incendia a París combinando swing, blues y can-can. Brillante orgía de sugerencias y provocación…
Adicionalmente desfilan las figuras de T. S Elliot, Matisse, Gauguin, Degas y particularmente un actor idéntico al pequeño y erótico Henri de Toulouse-Lautrec, que no fue enano sino minusválido en piernas. Eso las gentes, pero igual los ambientes, el nítido audio Dolby-Spectral, el filtro de grano antiguo con que Allen baña todo: Monmartre, los elegantes Maxim y Moulin Rouge, la Belle Epoque, revividos con picardía y movilidad. Despierta la sensación de que el mundo pudo ser feliz.