Durante varios meses he leído en los diferentes periódicos que circulan en nuestro país el número imparable de muertes de jóvenes. Sus cuerpos son encontrados en diferentes zonas del país, asesinados con indicios de haber sido torturados de las formas más crueles, macabras e inhumadas que una madre pueda imaginarse.
El miércoles 25 de abril de año en curso, en menos de 30 horas se produjeron más de 20 asesinatos. Las edades de las víctimas oscilan entre los 17 y los 25 años. Los periodistas han mostrado cuerpos mutilados, quemados, en bolsas, decapitados, ensangrentados… etc. Pareciera que fuese un concurso de presentación de personas asesinadas con técnicas avanzadas de maldad, de la más absurda y fina crueldad, de lo más alejado del concepto y pensamiento humano.
La mayoría de personas leen, comentan las noticias. Al principio se horrorizaban, después se sorprendían, luego la inercia se fue apoderando de las y los hondureños. Al final, estos asesinatos constantes constituyen para algunos una noticia más.
El lunes 23 de abril iba saliendo de Metromall, cuando dos policías metían a empellones a un joven a la paila de una patrulla. Me acerqué porque vi que lo golpeaban, le arrebataron el celular y lo tiraron al piso, destruyéndoselo. Me acerqué y les dije que el joven tenía derecho a hacer una llamada para comunicar a sus familiares que lo detenían, más aun si no tenían orden de captura contra él.
Irrespetuosamente y con gran prepotencia uno de los policías me dijo que no lo iban a dejar llamar; entonces le pregunté al joven a quien quería llamar. Golpeado y con la mirada angustiada, me dijo: a mi mamá, a mi mamá. Me dio el número e hice la llamada. Me contestó una voz cansada de una persona de edad avanzada, con un nudo en la garganta le dije: “su hijo acaba de ser detenido en el Metromall”. Escuché con una angustia infinita las siguientes palabras: “Sangre de Cristo” y luego solo se escuchó un ruido, como un cuerpo que caía. Intenté nuevamente la llamada, ya no me respondieron.
Volvieron a mi mente imágenes recién pasadas, nítidas, frescas en mi mente como un video nuevo, cuando a principios de septiembre de 2011, mi hijo mayor, quien se conducía hacia su casa después de asistir al sepelio de un familiar, con su hijo de apenas 5 añitos y su esposa, fue interceptado por policías: 8 motocicletas y 2 vehículos: en total 22 elementos de seguridad, y le comunicaron que lo llevaban detenido con todo, su familia y su carro. Solamente pudo marcar mi número en su celular y así pude escuchar lo que pasaba. Me trasladé tan pronto como mis nervios me lo permitieron al lugar de los hechos y mi oportuna acción evitó que lo detuvieran ilegalmente. Vi en ese joven los ojos de mi hijo lleno de impotencia, de dolor, de angustia, de terror.
Ese despliegue de poder, de abuso de la fuerza, de prepotencia, ¿por qué no lo utilizan para investigar los asesinatos de tanto joven que ocurre a diario en nuestro país y con los suficientes indicios de culpabilidad ponen a los verdaderos delincuentes a la orden de los juzgados respectivos? ¿Por qué no hay resultados concretos de ninguna investigación? ¿Por qué se ensañan con la juventud?
El dolor de madre me hace escribir, porque me siento avergonzada conmigo misma por quedarme callada, por tener tanto miedo a denunciar, a manifestarme en contra de un Estado fallido, que no funciona, donde los poderes del Estado están coludidos para destruir al país y a sus jóvenes.
En Honduras impera la vil y descarada impunidad, donde la corrupción corroe los cimientos de la mayoría de las instituciones públicas a vista y paciencia de todos y todas. Un país donde la Fuerza de Seguridad no solo, no realiza el trabajo para el que fue creada, sino que integra y/o está al servicio de la criminalidad, el narcotráfico y la delincuencia en todas sus nefastas formas.
Lo que lacera mi consciencia es que para evitar que el pueblo se pronuncie se ha implementado una época de terror que nosotras debemos superar. Lo que ha conducido a la gran mayoría de madres que han perdido a sus hijos a sufrir estoicamente el dolor de haberlos enterrado, sin saber por qué fueron asesinados y quiénes son sus asesinos. Madres, amigas, compañeras, conocidas y no conocidas ¿no creen que con nuestro silencio nos convertimos en cómplices del actual estado de cosas?
En un periódico que informó sobre los cadáveres de tres jóvenes que venían de SPS y que fueron asesinados a golpes y supuestamente arrastrados por un caballo, se leía: uno de ellos tenía un “tatuaje”. Pareciera que ese hecho, manejado de manera maliciosa, fuese para justificar el vil y cruel asesinato que cercenó la vida de estos muchachos trayendo dolor y luto a toda la familia hondureña. Ese mismo periódico al día siguiente informó que eran jóvenes que estudiaban y trabajaban y que uno de ellos era hijo de un pastor de una iglesia protestante.
Hoy, yo les digo a las madres que nos unamos todas, no solo las que han perdido hijos o hijas, sino los que aún por gracia de Dios los tenemos vivos. No se puede vivir en esta angustia, en este tormento de saber que nuestros hijos puede que no regresen de su trabajo, de su colegio, de su universidad. Cada vez que se tardan un poco más de lo normal nuestra cordura se pierde y empezamos a llamarlos, a buscarlos tanto así que ellas y ellos han perdido su intimidad, su oportunidad de compartir con sus compañeros de estudio o de trabajo, de insertarse a la comunidad.
Es necesario que no nos acostumbremos a llorar y a enterrar diariamente un número cada vez más elevado de jóvenes. Hoy asesinaron al hijo del conocido, mañana será el del vecino y luego puede ser el nuestro o la nuestra. Organicemos por barrios, por colonias, por comunidades y manifestémonos exigiendo un alto a la detención ilegal y un alto a los asesinatos de jóvenes.
Asimismo, exijamos protección para nuestros hijos, sino Honduras se quedará siendo una población de adultos y adultos mayores. ¡Recuerden, las madres podemos provocar un cambio: el respeto a la vida de nuestras hijos e hijas!