En el colmo de la degeneración profesional, rotas todas sus posibilidades para merecer respeto, las fuerzas policiales acaban de graduarse en ignominia, con muy tristes honores. Tras haber protagonizado en dos años previos la represión más grosera en contra de ciudadanos que adversaban el golpe de Estado y la dictadura; tras haber asesinado por ideologías, sale a flote ahora su más crudo grado de corrupción, sicariato y crimen, con la muerte de personas para nada involucradas en política y más bien promisorias para el futuro nacional. La calidad de desamparo en que existe en la actualidad el hondureño es inédita y lo grave es que no es reciente sino que fue mantenida en discreción por décadas para que ignoráramos la verdad.
Dos son las causas explicativas para ese brutal deterioro: deficiencia jurídica e impunidad, siendo cada cual correlativa de la otra. Pues no es que se ocupen miles más de policías, como demandaba el recientemente despedido ministro de Seguridad, no solo ignorante de la materia sino incapaz; ni que conviniera un Plan Colombia para disipar la crisis, cosa que implicaba dependencia y sometimiento a políticas exteriores ajenas; tampoco que se necesiten tres mil millones de lempiras dedicados a financiar vigilancias, patrullaje y delación, sino que el sistema jurídico hondureño implosionó y extravió su ética hace décadas, siendo el originario de que el criminal o delincuente sienta que puede transgredir la ley y proseguir en impunidad.
Cien mil policías de línea serían incapaces para revertir la situación pues lo que está podrida es la judicatura. Hace cuarenta años que se rifan a la Corte Suprema de Justicia políticos profesionales y banqueros, para asegurarse de no perder juicios en ella. Jueces venales, jueces que manchan la dignidad de la toga aceptando sobornos y presiones políticas y económicas, u otorgando beneficios fuera de la ley, son quienes generan la sucia atmósfera de indemnidad que libera al culpable del castigo y le facilita continuar repitiendo el delito. Y entonces, cuando el antisocial sabe que cualquiera de esos caminos cómplices le va a permitir conservarse libre a pesar de su falta, el crimen se transforma en vicio sádico imposible de detener. El homicida vuelve a matar porque aunque se le capture consigue ser liberado; el ladrón roba porque la ley y la sociedad le son permisivas e incluso le otorgan estatus de audaz; la comunidad degenera sus principios y pierde, en absoluto, la fe en lo estatal y las instituciones.
Cien mil policías son inútiles si carecen de un inteligente órgano de investigación que sustancie la sospecha y las pesquisas. Cien mis fiscales son inútiles si no reciben esa información o si aún cuando la capten el juez la desestima. Todo redunda en círculo vicioso pues cuando no hay vigencia de la ley es inevitable más deterioro social. En países cultos del orbe no es que haya menos delitos porque la gente sea inmanentemente buena sino porque en ellos es inevitable que quien la hace la paga. Son vanos, son insulto, el intento de coima al magistrado o la presión de partes confabuladas; los hacedores de justicia gozan de intenso respeto por su ciencia, equidad y rectitud. La simple insinuación para que tuerzan un dictamen, reduzcan la sentencia o se muestren parciales atrae reprobación y sanción públicas. Son pueblos que viven por principios, no con lenidad.
Así es que echar tropas a la calle -y más con aditamentos de guerra, bestialidad solo observable en el subdesarrollo- para acompañar a policías infamados como golpeadores y asesinos vuelve otra vez a aplicar la fórmula represiva, que es percepción errada. La efectiva solución a la presente crisis ética y de seguridad llegará solo cuando se depure y reconstruya a esos estamentos armados pero similarmente al Poder Judicial. Pues donde no hay justicia es selva, que es lo que vivimos hoy.