Opinión

Inveterata consuetudo

Fue quizás una de las últimas ocasiones que me hicieron repetir algo en coro en un aula de clase. “Inveterata consuetudo” escribió el profesor en el pizarrón y, seguidamente, conminó a todo el grupo a recitar lo garabateado con tiza. Era una de las primeras clases de la Facultad de Leyes, una de las “propedéuticas” y el maestro explicaba la costumbre jurídica, una de las fuentes del derecho.

Recuerdo que fue un momento incómodo para varios de nosotros. Estábamos en primer año de universidad y algo nos decía que ya no estábamos para esas prácticas escolásticas, pero el profesor lucía muy convencido de su método. No terminó de escribir la segunda parte del latinajo sino hasta que habíamos repetido al menos cinco veces la primera porción (Inveterata consuetudo). Con autoridad y ortodoxia, escribió a renglón seguido la segunda parte “et opinio iuris seu necessitatis” y nos hizo recitarla como la primera. Finalmente, unió ambos extremos del aforismo y debimos repetirlo, otras tantas veces.

Nuestro profesor, explicó con la solemnidad propia de un antiguo togado romano, el significado y alcance del primer fragmento: la costumbre es la repetición social constante de un hecho, una práctica social arraigada. Representa, objetivamente hablando, una práctica reiterada, unívoca, general, uniforme y duradera. La segunda parte (que nos señaló como el elemento subjetivo) es la que da a esa costumbre carácter obligatorio, responsabilidad que recae en los miembros de la comunidad social.

Acudimos a esta anécdota universitaria porque algunas conductas que nuestras autoridades y legisladores intentan regular y punir están tan arraigadas en nuestra sociedad que nos hacen dudar seriamente si se han tomado en cuenta las enseñanzas de nuestros maestros. Tómese el caso de la prohibición del uso de pólvora en las festividades de fin de año: el efecto ha sido similar al de la “Ley Seca” de la segunda década del siglo XX en los Estados Unidos. No solo se ha burlado la medida sino que se ha magnificado la duración de los estruendos a la medianoche, con descuidos evidentes en el control de la autoridad sobre la calidad y uso de los petardos (el lamentable incidente con un perrito lo demuestra).

Hay costumbres y tradiciones firmemente arraigadas y estas no se eliminan solo con ordenanzas y últimas voluntades. Buen ejemplo son la pretensión fracasada de impedir el desenfreno y la juerga con alcohol en Semana Santa o pedirle a amistades que no envíen flores a un velatorio a cambio de donaciones a causas nobles.

Para desarraigar una práctica social debe acudirse al recurso de una continuada voluntad colectiva de reflexión sobre sus efectos nocivos, en ejercicios que involucran tanto a gobernantes como a gobernados. Requiere cortar el ciclo de reproducción de la aceptación de una conducta, lo cual solo puede hacerse educando a los más pequeños y concienciando a los más grandes, sobre las consecuencias gravosas de un mal hábito de la colectividad. Es un proceso que toma tiempo y esfuerzo, pero que si se repite y reitera lo suficiente producirá al final otras costumbres. Nuevas y mejores.

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