Caminaba por los costados de una avenida con un buen amigo que gusta de rumiar amarguras, comentando una de esas noticias que, por su recurrencia, ya no sorprenden a nadie (a menos que sea extranjero o recién venido de tierra adentro).
Los comentarios venían acompañados de quejumbres suyas y bromas mías, con las que cada uno hacía gala de su forma de acometer una realidad que debe vivirse inevitablemente. Él criticaba mis risas, acusándolas de cinismo, y yo me burlaba un poco de todo (incluyéndolo a él), con riesgo de parecer chabacano. Realmente era otro “ismo” el mío (uno que él no pudo ni supo identificar). Escapismo, lo llamaba yo en secreto, pero él me hubiera considerado un irresponsable si se lo hubiera aclarado.
Amistad tan dispareja se mantenía a pesar de la disímil sintonía de humores, no por extraños designios, sino por una vieja afición al buen café, que el amigo había hecho a un lado debido a una recurrente gastritis. Cuando este ya censuraba incómodo el ancho de las banquetas, atajé su vitriólico comentario, señalando con mi índice hacia arriba a un balcón que, único en su especie en los alrededores, destacaba en medio de paredes de adobe despintadas y en franco deterioro.
En el hueco de aquella fachada que amenazaba con caerle a cualquier paseante distraído, una barandilla hecha con palos de madera bien torneados, servía de marco y soporte a un hermoso y colorido conjunto de flores, en las que podían distinguirse no menos de cuatro tonalidades del espectro cromático. Difícilmente estarían ahí por casualidad, pues se apreciaba en ellas la pasión y mano afanosa del jardinero que sabe que su obra es efímera y debe lucir en todo su esplendor, sin importar el lugar.
Nuestras miradas coincidieron, dirigidas hacia el mismo punto de la pared –a unos tres y medio metros del suelo– quedándonos ambos sin palabras cuando vimos que una ventana se abrió y que un anciano ciego comenzó a regar las flores. Durante un rato, no emergió chanza ni descalificación. No hubo reniegos ni guasas entre nosotros.
Si alguien nos vio, seguramente pensó que éramos extranjeros o recién venidos de tierra adentro. Ahí estábamos, ambos, parados casi a media calle contemplando al viejo jardinero y aquel balcón, que bien podía haber salido de una composición pictórica, cuidadosamente ordenada, equilibrada y proporcionada.
Cuando el viejo cerró la ventana, quizás habían transcurrido tres minutos. Yo no sabía qué decir. Debía abandonar mi aprendido escape de la realidad y no sabía cómo. Cuando al fin me atreví apenas pude decirle a mi amigo: “Bien nos haría mandar al carajo de vez en cuando las anteojeras y ver hacia arriba ¿no crees?” Sin embargo, este no respondió.
Nos fuimos juntos del lugar y caminamos varias cuadras, sin rumbo y en profundo silencio. No me sorprendí cuando mi amigo se detuvo en una esquina conocida y le escuché decirme, con voz más aplomada que de costumbre: “Necesito un café, bien cargado y sin azúcar ¿vos no?”.