Opinión

Del patio

Hacia la década de los noventa se levantó un poco la estima nacional: que poseíamos el mejor aeropuerto de Centroamérica; que íbamos a administrar la empresa portuaria más activa y profunda del continente, que Fidel Castro había nacido en cercanías de Olanchito. Eso para no agregar que volveríamos a ser granero del istmo, que nuestras carreteras eran las más pulcras y que la maquila nos convertiría en país de Jauja, en el territorio más rico de la zona.

Tampoco faltaban ciertos clisés trillados en boca de periodistas y locutores de baja cultura y que insistían en cortarle el ánimo a la población ––bajarle la alfombra dicen los ticos cuando se procura nivelar a alguien al rasero mediocre común–– y que pronunciaban burradas sin igual: “el tiempo, nuestro mayor enemigo” (¿y los otros 59 minutos que duró el programa?), “el corcho se hunde y el plomo flota”, “aquí nadie se prestigia ni se desprestigia”…

En su recopilación de conferencias “Visión de América” cuenta Alejo Carpentier que en una breve isla del Caribe, María Galante, vino al mundo Madame de Maintenon, última esposa de Luis XIV, y que “en las islas de Martinica y Guadalupe está presente la personalidad histórica de Josefina de Beauharnais, esposa de Napoleón”, lo que dio lugar a un litigio histórico pintoresco y divertido. Por años los historiadores de ambas ínsulas discutieron si Josefina, que sería emperatriz, había nacido en esta o la otra. Al cabo de muchas investigaciones se concluyó que la futura emperatriz había nacido en Martinica, pero no por ello se dieron vencidos los historiadores de Guadalupe, pues dijeron: ‘La emperatriz Josefina nos pertenece de la misma manera por una razón muy sencilla: si bien nació en Martinica, fue concebida en Guadalupe’ ”.

Ahora entra Honduras a un proceso nuevo, ojalá de esperanza y caracterización de su identidad.

El rompimiento de la Constitución en 2009, cuando un poder del Estado se superpuso al otro, vino a vulnerar esa especie de enojo sordo, de intranquilidad marchita en que nos encontrábamos y nos catapultó a un superior estadio de conciencia que aún no acaba de madurar. De pronto intuimos, y nos convencimos, de que tanta maniobra política secular ––y por ende de explotación económica–– no era obra solitaria de personas sino que todo un método prolongadamente efectivo de ocupación y apropiación del gobierno, al que se usa abiertamente para lucrar. Es decir que entramos a la comprensión de que los vicios de la “democracia” que vivíamos eran para nada esporádicos o aleatorios sino estructurados y sistemáticos.

El segundo gran conocimiento que adquirimos fue el de continuidad de la lucha histórica, la percepción de que peleamos las mismas batallas que Morazán, quien se enfrentó al pensamiento retrógrado de su época, como hoy. Y por pensamiento retrógrado entendemos el de quien coloca el valor de lo material sobre la condición humana, a la vez que se recubre con toda una justificación teológica mercenaria que predica lo opuesto a lo que hace, lo cual es exactamente el mecanismo operatorio de la estafa ideológica.

Son batallas permanentes, pues ¿acaso no seguimos insistiendo en que el funcionario público debe ser servidor social y no fuente de privilegios y corrupción? ¿En que iglesia y Estado deben manejar sus asuntos con agendas separadas? ¿En que lo que pertenece a la patria ––bienes de capital, humanos y naturales–– debe redituar y servir para beneficio universal y no segmentario, o sea de clases privilegiadas? ¿En que la límpida conducta ética debe imperar sobre los actos de personas e instituciones a fin de salvar la república de la perdición? ¿No es lo que todos ansiamos?

Y aunque hay claridad de principios, falta sembrarle voluntad política. La de nosotros, del pueblo, no de los actores que por décadas nos mintieron y construyeron la vergüenza en que vivimos hoy. Ya no más.

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