La experiencia electoral en Estados Unidos llama a meditar sobre ciertas características de ese proceso. Ya era excéntrico que una nación de racismo práctico (no legal), superado solo por Sudáfrica, escogiera a un líder negro.
Y más sorprendente es que, según resultados de la elección de este mes, los Estados con población preferentemente blanca votaran a Obama, mientras que los de demografía negra, sur del país, apoyaran al candidato sajón Rommey. Los expertos explican el fenómeno como voto de castigo con que las agrupaciones afrodescendientes hacen conocer al Partido Demócrata, y particularmente al presidente, su descontento por el incumplimiento de promesas vertidas desde 2008 y que catapultaron a Obama a sitio de preferencia en el sufragio.
El mismo Barack percibió esa insatisfacción y a su campaña concluida el sábado antepasado la tituló de “nueva oportunidad” y no de reelección, dejando de ese modo abierta la esperanza en aquellos que lo aceptaron la primera vez como contendiente. En esta oportunidad no es seguro, empero, que el reverendo Jesse Jackson llore nuevamente de felicidad, pues Obama jugó con el santo y la limosna, siendo esto último lo peor.
Explico a mis amigos que mi mente novelista percibe claro el suceso: Obama alcanza la presidencia envuelto en atmósferas de buenos deseos y mejores intenciones. Ocho años de desastre Bush han sido suficientes para calibrar qué anda mal y cómo hacer el bien.
Pero a la mañana siguiente del triunfo lo citan a reunión secreta los poderes bélicos e industriales y alguien con voz meliflua, quizás teatral, le indica: “Presidente, los científicos habían advertido que China iba a superarnos como potencia superior de la tierra en 2046, pero ahora corrigen y calculan que será en 2024… Por ende debemos detenerla, o se destruye USA, y usted está llamado a hacerlo, ¿acepta?”… El instinto patriótico –y su ancha cultura– le revelan ser ello cierto y que a Beiging (y Rusia) las contendrá solo robándoles con guerras su espacio de influjo económico y militar (Libia, Siria, África negra, Taiwán, Irán), y se compromete. Lo hará durante su primer mandato, siempre que al segundo le permitan algunas libertades. Sabe además que no existe opción. Se niega y le desatornillan el Air Force One, le generan cáncer o le provocan infarto. No caerá como Kennedy, escandalosamente, sino entre los anonimatos de la conjura perfecta.
Curioso, igual que sus propuestas de reforma sanitaria que las transnacionales de la salud calificaran como socialistas. El pueblo mismo norteamericano cayó en alienación y se dejó engañar luchando contra aquello que le beneficiaba, como que ese es el arte falso de la ideología, hacer que el individuo perciba de revés lo real y se oponga al cambio ideado a su favor. Cual los imbéciles que desconectaron a Honduras de Petrocaribe, ejemplo, o cual la Academia Sueca que corrió a otorgarle el Nobel de la Paz a un mandatario que se tipificaría precisamente por lo opuesto. Contradicciones de la escena mundial.
Dentro de ese panorama resulta evidente que Latinoamérica pinta nada, fue inexistente en la campaña e invisible en el debate presidencial. EUA está seguro de haber amarrado a la región con pre-escritos tratados de comercio –servilmente aprobados por legislaturas nacionales– y de tenerla sometida bajo excusa del terrorismo (que ha exigido modificar leyes locales) y de la “lucha” contra el narcotráfico.
Militarizada así la zona no hay riesgo: Cuba y Venezuela se desplazan potencialmente a la “concorde” geopolítica, la revolución sudamericana se ha vuelto más extractiva de recursos naturales que confrontativa y mientras nada pase de palabras y gestos agresivos, mientras no haya acción material, el mundo disfruta su pasiva marcha de hegemonía estadounidense.
Suficientes problemas tiene ya Obama con el desempleo y la monstruosa deuda con China como para querer que le mezan la hamaca. Cuatro años más, entonces, de distancia y servitud.