Vivimos tiempos extraordinarios y mi abuela María Luisa siempre nos lo recordaba. Por eso alzaba la voz al cielo cada vez que presenciaba algo que le parecía escandaloso. Vociferaba -con particular histrionismo- cómo “Sodoma y Gomorra habían resurgido en la tierra”, anunciándose con ello “el fin de los tiempos”. Bastaba una escena subida de todo en la televisión o una expresión de moda juvenil frente a ella, ajenas a las de su lejana mocedad, para que invocara la protección de medio santoral (incluidos San Cristóbal y Santa Bárbara, suprimidos por Paulo VI en 1969).
Bien entrada en su otoño, la abuela se había vuelto particularmente suspicaz: desconfiaba de cómo las mujeres se descubrían cada vez más en las telenovelas (“¡desvergonzadas!”), de cómo los vecinos empezaban a subir tapiales (“¡algo esconden!”) y hasta de las “confianzas” que mostraban los hijos con sus padres, al vocearlos cual contemporáneos. Para su propia fortuna, abandonó esta tierra antes de ver la aparición de los primeros teléfonos móviles, la irrupción de los canales de cable y la de la “libidinosa” lambada (si hubiera visto a una bisnieta bailando reguetón le da un síncope). De haber superado esos días y vivido cien años, se habría dado cuenta que las antiguas ciudades bíblicas eran (conforme a parámetros de calificación fílmica y comparadas con lo que sucedería décadas después), lugares “aptos para toda la familia”, casi parques de diversión de Disney.
Sobreviviente de un asalto violento en que perdió la vida su compañero de hogar (mi abuelo), se las había arreglado bien para excluir este grave episodio de su memoria, a pesar de lo traumático que resultó para todos los demás miembros de la familia. Con una formidable resiliencia ganada en la supervivencia al sitio de 1924, la llena de 1933 y otros episodios catastróficos de la historia local y nacional, su devoción religiosa hizo el resto. Era mujer de fe y a ella le bastaba.
María Luisa iba a misa con mantilla. Se conocía todas las novenas. Rezaba el rosario de memoria. Si un animalito (de los muchos que tenía y cuidaba) se enfermaba, San Lázaro, San Martín de Porres y el mismísimo santo de Asís, serían “acosados” por igual con vehementes invocaciones hasta que el bienestar fuera recuperado. Si no llovía, San Isidro. Si algo no aparecía, San Antonio. Si alguna tribulación había, San Judas Tadeo. Era rezadora (de las buenas), con o sin postalita, y no perdonaba sepelio, novenario y festividad.
Quizás por eso “no se nos iba”, en el momento en que le tocó partir al encuentro de sus amados santos: rodeada de sus hijas, hijos, nietos, pasaban los minutos y el doctor de guarda mostraba su incomprensión del porqué su pronóstico fatal superaba el tiempo previsto. No fue sino hasta que una vecina -igual de rezadora- notó que nadie hacía jaculatorias a San José (para ayudarle a su buena muerte), que los presentes nos percatamos que la abuela demandaba, fiel a su estilo, una última voluntad.
Y así hicimos: al nomás escuchar amén, María Luisa -mi devota y amada abuela- expiró.