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Tiempo poscoronavirus y cultos de cargo

Es una época inédita y una catástrofe incalculable la que se nos viene cuando pase esta pesadilla del maldito coronavirus, porque pasará. Será necesario que nos readaptemos en un ejercicio de creatividad, imaginación; pero para que funcione necesitamos que todos entendamos que todos tenemos que hacer el sacrificio.

En algunos países llaman “nueva normalidad” al regreso precautorio y de puntillas a oficinas, fábricas, escuelas, calles; pero si es nueva, no es normalidad, y si es normal, no es nueva. En fin, lo que sería aciago es esperar que la caridad internacional, la condescendencia extranjera, se apiade y ayude.

Durante la Segunda Guerra Mundial, buscando rutas marítimas para el despliegue, barcos y aviones europeos, japoneses, estadounidenses, llegaron a islas remotas, en la Melanesia perdida en el inmenso Pacífico, por Oceanía, que durante milenios habitaron aborígenes sin contacto con la civilización occidental, viviendo de la pesca y la agricultura rudimentaria.

Aquella imagen de hombres uniformados, que llegaban en enormes cajas metálicas flotantes y sorprendentes aparatos voladores, se comunicaban con equipos en una lengua incomprensible, producían luz eléctrica y comían enlatados, no dejaban más que desconcierto, y ante la falta de explicaciones los deificaron: hicieron dioses y religión del encuentro cultural.

Llaman a estas creencias “cultos de cargo”, por los cargamentos que los militares extranjeros compartían con ellos: su curiosa ropa, extraños víveres, inimaginables herramientas y mostraban poderosas armas. Creían los nativos que aquellos seres sorprendentes eran enviados por los espíritus de sus propios ancestros para ayudarlos.

Cuando pasó la guerra, los soldados se fueron. Setenta años después no cae comida del cielo -en paracaídas- y sus dioses no han vuelto, pero los adoran y les hacen ceremonias; cada 15 de febrero es el día de “John Frumm”, se cree que es alguien que se presentó como “John from America”, y prometió que volvería con regalos, aunque nadie sabe cuándo.

Una religión sin iglesias, pero con ramas y paja construyen réplicas de los aviones, los barcos, las antenas parabólicas, para venerarlas. Mientras la vida sigue en el cultivo y en la pesca de sobrevivencia en un mundo lejano, lleno de dioses y de mitos.

A lo que iba: cada vez que una tragedia azota en forma de huracán, terremoto, inundaciones o incendios desproporcionados, la comunidad internacional se activa, surge la inapreciable solidaridad, que llega con víveres, medicinas, insumos diversos, en aviones y barcos, para atender a los más afectados de siempre, los más pobres.

Esta vez la tragedia es global, nunca la habíamos vivido, tampoco habrá cultos de cargo, y aunque un cuentagotas envíe ayuda, solo nos salvará nuestra propia iniciativa, la reinvención de un país que hace mucho hace falta.

El asunto es quién dirigirá la rosa de los vientos.