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La serenidad no vende y está mal

La democracia parece haberse convertido en otro de los espectáculos que la comunicación de masas nos vende. Porque cuando usted y yo nos embrocamos en una urna para decidir por A o por B, posiblemente no estemos votando por una persona, sino por un personaje, uno que ha montado todo un aparato de mercadotecnia a gusto y conveniencia del cliente. Es decir, quizá decidimos en función de una ficción que se nos ha presentado y no por una realidad concreta.

En la literatura, específicamente, en la narrativa, hay quienes afirman que los personajes tibios, serenos, sin extremos ni pasiones no funcionan para la trama, tal como sucede en la escena (nunca mejor dicho) política. La masa, que ha sido pacientemente amasada, pide radicalismos, no le gustan las medias tintas. Si usted lo piensa, el poder, de vez en cuando, más de lo debido posiblemente, es ejercido por un personaje más que por una persona, y no puede abandonar ese papel: de allí tanta situación dramática en el mundo. Debo decir que es posible que este proceso se da de manera inconsciente.

A la masa le gusta verlos a los políticos con sus pasiones exacerbadas en los mítines, con los ojos furiosos, los puños cerrados y victoriosos, con la voz quebrada por el grito y con un discurso galopante al éxtasis, casi rozando el delirio. Eso es lo que mueve a las personas. Cada vez es más difícil que se acepte a un señor, señora o joven que hable con serenidad, por más que trajera un discurso con las mejores soluciones, en contraposición al posible vacío que generen las otras palabras. ¿Es posible que haya un discurso emotivo y lleno de soluciones? Sí, lo es, pero no es la regla.

Una de las consecuencias más graves de este sistema político es que todo, casi sin excepción se vuelve parte del espectáculo, de la trama, motivo de acción para los personajes, entonces, aparecen conceptos como la justicia como espectáculo, el drama y el dolor humano como espectáculo, la migración como espectáculo, la política internacional como espectáculo, y así se puede seguir con un largo etcétera. Todo da pie para decir algo que favorezca el accionar político de Y o Z. No dejan pasar ningún acontecimiento. Y como todo espectáculo, no importa en realidad lo que sucede, importa solamente lo que parece.

La única respuesta que se le puede dar a esta problemática es la educación, pero no me refiero a los grados de escolaridad (aunque podrían ir de la mano), sino cultivar un auténtico pensamiento crítico en los ciudadanos y ciudadanas, de manera que sean capaces de comprender el guion de los discursos de los actores políticos y sepan leer entre líneas lo que dice cada personaje, su papel.

El gran problema es que, por una parte, nuestra sociedad está masificada y con las décadas se le ha ido arrancando la capacidad de pensar y decidir por sí misma (con lo trascendental que es el poder de decisión individual en la democracia) y, por otra parte, se ha atomizado a la sociedad, de manera que es muy difícil actuar de manera cohesionada.

Creo que los personajes radicales deberían quedarse en la literatura, el cine y la televisión, allí son incluso entretenidos y hacen avanzar la trama. En la vida política lo que necesitamos es sobre todo un sano equilibrio, que piensen con serenidad cada una de las decisiones que afectarán a la sociedad.