En diciembre, pasé algunas semanas de estudio, descanso y reflexión. Esta vez, los pinares de Zambrano fueron el marco ideal para que varios profesionales de distintos países compartiéramos experiencias. Me llamó la atención que varios de ellos usaron herramientas de inteligencia artificial para preparar sus clases o ahorrar tiempo en la elaboración de las presentaciones sobre diversos temas en torno a la mejora de la sociedad. Por mi parte, comencé mi sueño de escribir una novela apoyándome en diversas herramientas de IA que me sorprendieron gratamente por sus resultados.
Siempre he considerado el ejercicio de la escritura como una forma de aclarar mis pensamientos, profundizar en el estudio de diversos temas y al mismo tiempo disfrutar al encontrar la palabra precisa o descubrir formas nuevas y sencillas de presentar ideas. Muchas veces el juego de escribir y reescribir me sirve para aprender y al mismo tiempo dar un servicio a los demás.
Esta experiencia me llevó a reflexionar: ¿qué sucede cuando cedemos a la IA actividades que han enriquecido nuestra mente y cultivado nuestra alma? La pregunta no es trivial, especialmente en un momento en que la IA se presenta como la solución universal a casi cualquier desafío intelectual.
Timothy Burns, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Baylor, nos recuerda a través de un artículo en Public Discourse una verdad fundamental: las capacidades no cultivadas se pierden. Es una advertencia que resuena en nuestra era digital, recordando el debate surgido con la invención de la escritura, un cambio tan disruptivo como la IA.
Es fascinante recordar cómo Platón temía que la dependencia de la escritura llevaría a la pérdida de la memoria. Sin embargo, como señala Javier Bernacer, la historia ha demostrado lo contrario: potencia nuestra capacidad de memorización y comprensión.
Lo que distingue al ser humano es su capacidad de conocer intelectualmente, algo que la IA solo puede simular. Al delegar nuestras funciones intelectuales o creativas en algoritmos, corremos el riesgo de atrofiar nuestra capacidad de pensar por nosotros mismos. Es como un músculo que, sin ejercicio, se debilita.
No debemos rechazar la IA. La clave está en el momento y la forma de su uso. Estas herramientas son útiles cuando hemos desarrollado y dominado las habilidades básicas. Es fundamental adquirir primero las capacidades de redacción, análisis, síntesis y contraste. Solo quien domina estas habilidades puede aprovechar la IA y verificar la calidad y precisión de sus resultados.
En este nuevo panorama, necesitamos más que nunca seres humanos con criterio refinado, capaces de discernir entre lo valioso y lo superficial en el output de la IA. Hay riesgo de que la producción automatizada nos lleve hacia una homogeneidad sin alma, característica del mundo moderno.
El desafío está en encontrar el equilibrio. Debemos usar la IA para liberar tareas mecánicas mientras preservamos y cultivamos lo que nos hace humanos. La pregunta de Burns resulta más pertinente que nunca: “¿Queremos dejar en manos de las máquinas nuestra capacidad de pensar, inventar, descubrir y redescubrir?”.
La respuesta está en garantizar que nuestra aportación sea genuinamente nuestra. Debemos utilizar la IA como una herramienta que amplifica nuestras capacidades, no como un sustituto de nuestro pensamiento crítico y creatividad. Así podremos aprovechar el potencial de esta tecnología sin perder nuestra esencia humana.