Los bulevares quedaron casi solos, no del todo, porque a pesar del toque de queda y la amenaza microscópica del coronavirus, siempre alguna urgencia obliga la salida riesgosa: comprar alimentos, adquirir medicinas o buscar atención médica, antes de entrar en la desesperación. Pero el escaso tráfico aligeró la calidad del aire y disminuyó el ruido. Tal vez mejoremos el hábitat.
Los centros comerciales cerraron; nadie compró camisas, pantalones, zapatos, y todo eso que ahora parece superfluo ante la emergencia mundial que nos ocupa. Para otro tiempo quedan las aspiraciones de un carro, una moto, un reloj, una cartera, y esas trivialidades que se disipan por la amenaza planetaria a nuestra salud. Tal vez devaluemos lo banal.
El dinerito en efectivo, mejor para lo que encuentre en el mercadito, en la pulpería de la colonia, que han venido a salvar de la calamidad a muchos, porque con sigilo abren un ratito, y la gente hace espera guardando distancias y cruzando los dedos para que haya frijoles, leche, plátanos, café, arroz, pan y algún capricho como bistec o pollo. Tal vez valoramos lo que tenemos.
Tampoco hay gente en las oficinas, se apagaron las computadoras, los ascensores, se vaciaron gradas y estacionamientos, cesó el ritmo de los chismes, las bocas pintadas y el pelo repeinado con fijador. Se cerraron las escuelas, las idas y venidas, se acabó el bullicio concentrado, los buses escolares, la merienda. Tal vez reduzcamos el desasosiego.
No hay fútbol, ni aquí ni en la tele, y los programas deportivos mencionan el coronavirus. No abrieron los restaurantes, los cafés, los bares, donde todos hacen amigos, negocios, y hablan bien y mal del jefe, de los compañeros, del gobierno. Cancelaron conciertos, pospusieron bodas, suprimieron cumpleaños. Tal vez nos acordemos de los libros.
La ciudad que poblamos la dejamos sola, clausurada, silenciosa, como escena de película apocalíptica, para hacer lo que nunca hemos hecho, encerrarnos y vernos a nosotros mismos, a los que están en nuestro entorno. Tal vez sirve para reconocernos y reconocer a los nuestros.
Qué corona tiene este virus que nos prohíbe abrazos y besos, bajo amenazas de enfermedad y muerte, y nos somete al peor de los castigos sociales: el confinamiento. Quizás el coronavirus será demoledor, como en países con condiciones infinitamente mejores que las nuestras. Sabemos que el único probable escape del contagio es quedarnos en casa. Tal vez, dentro de la tragedia, quede algo positivo.