Conocí a la abogada Alba Alonso de Quesada en 1973, siendo ella coordinadora de la Comisión de la Reforma Educativa, creada en el gobierno reformista de Oswaldo López Arellano (1972-1975). Como presidente de la Federación de Estudiantes de Segunda Enseñanza (FESE), hice solicitud para que la organización estudiantil formara parte del organismo creado por el gobierno para que se ocupara de impulsar cambios en la educación nacional. Aquella instancia que expresaba los deseos de los reformistas en educación había sido constituida con participación de los gremios magisteriales; mismos que nombraron al profesor Ventura Ramos y a otros docentes de alta calidad humana y profesional. La comisión tenía un carácter amplio y pluralista y ese hecho daba confianza que la pretensión del gobierno tenía saludables propósitos. La solicitud fue atendida. Lo que llevamos a la comisión fueron problemas que reflejaban las enormes injusticias en un sistema educativo carente de las más elementales condiciones físicas, laboratorios, bibliotecas y con alto nivel de exclusión social. Casi todos los institutos técnicos, forestales y agrícolas tenían reservado cupo solo para varones, con la abogada Alonso esa situación fue superada. La petición para que aquello cambiara llegó a campo fértil. La abogada Alonso había sufrido la experiencia de ser discriminada por cuestiones de género ella misma cuando se graduó de licenciada en la Facultad de Derecho, le hicieron la advertencia de no ejercer su rol de graduada por ser mujer. En ese momento las mujeres no tenían la condición de ciudadanas y eso bastaba para privarla del ejercicio profesional.
La experiencia dolorosa y ofensiva que había sufrido y que era constante para todas las mujeres que aspiraban a una formación académica en el país fue el acicate para que desde ese momento se incorporara con entusiasmo y valentía a una lucha tenaz por los derechos de las mujeres, primero para que pudieran ejercer el voto, al igual que los hombres, y, luego, para que se les proporcionara un trato que eliminara toda forma de discriminación social, política y económica, tarea aún inconclusa. Con doña Alba, como cariñosamente la tratábamos, me unió otro acontecimiento académico de importancia.
Desde la Federación de Asociaciones Femeninas de Honduras (FAFH) fue fundadora de la Escuela de Trabajo Social en 1957, institución que por mucho tiempo estuvo bajo la dirección de la Secretaría de Trabajo. En los años setenta, como dirigente estudiantil emprendimos una lucha para que la misma fuese trasladada a la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH), lucha que culminó exitosamente. Hoy la Escuela de Trabajo Social ha crecido y hace un valioso aporte al país. Recién falleció la amiga que supo leer el momento histórico que le tocó vivir, que hizo propuestas y se comprometió con ellas en su trabajo. Su logro personal lo convirtió en acción para toda la sociedad. Su legado ha sido, es y seguirá siendo patrimonio de esta patria que con devoción amó tanto. ¡Gloria eterna a doña Alba!