El esbirro” es uno de los libros que configuró mi visión particular del mundo. Es la espectacular narración de un joven ruso por sobrevivir en el cínico mundo del imperio comunista. Su infancia marcada por las dificultades vividas en orfanatos y escuelas estatales bolcheviques le forman en una admirable reciedumbre. Por sus cualidades de liderazgo es elegido jefe de la Liga Comunista Juvenil. Reclutado luego, junto a otros veinte jóvenes, se hace cargo de una división especial que perseguía brutalmente a los cristianos clandestinos; considerados por el comunismo ruso como un enemigo público. Sergei Kourdakov, desengañado del comunismo, huye de Rusia. Cuando navega en un barco en las costas de Canadá se echa al mar nadando en plena tempestad.
Este libro cayó en mis manos en el mejor momento. Un veterano profesor universitario intentaba enseñarnos filosofía desde la perspectiva marxista. Una de las primeras lecciones que llamó mi atención es la obsesión de inventar oposiciones. Pronto descubrí lo que para mí es uno de los peores servicios que brindó esta postura a la sociedad moderna, la lucha de clases. Con el supuesto fin de eliminar las diferencias, intentó diluir la individualidad sumergiendo a la persona en un colectivo indefinido llamado clase. Este proceso de despersonalización que busca eliminar desigualdades sumerge en la dinámica de fomentar el odio contra otros supuestos conglomerados que serían los culpables de todos los males padecidos por el grupo social al que pertenezco.
Es verdad que existen dificultades. Es verdad también que existen injusticias. Pero el victimismo y el odio son precisamente las formas de perpetuar esos problemas. Tal como lo menciona Jordan Peterson en una entrevista reciente: “La tentación de victimizarse es comprensible, pero si se transforma en un sentimiento de victimismo diferencial, ‘estoy peor que alguien, y es culpa suya’, se vuelve algo muy peligroso. No está tan claro a quién le va peor y a quién mejor, es algo que varía sustancialmente durante el transcurso de la vida de la gente. Es mejor enfrentarse a los problemas de frente y determinar qué puedes hacer que sea significativo y tenga sentido a partir de tus habilidades, y cómo puedes limitar sentimientos de venganza, rencor, resentimiento, que te pueden conducir a situaciones muy negativas”.
La solución, tanto de los problemas personales como sociales, se llama responsabilidad. Culpar a otros de nuestros problemas es renunciar a dar una respuesta adecuada para trascenderlos y resolverlos. La responsabilidad brinda la actitud correcta de realismo para hacernos cargo y poner remedio. Nos hace caer también en la cuenta de que somos libres y nuestras respuestas no deben estar necesariamente condicionadas por los demás o por las circunstancias. Nos hemos hecho a nosotros mismos con los aciertos y errores del pasado. ¿Existe desigualdad en el mundo? Por supuesto. Aunque todos tenemos la misma dignidad, somos tan desiguales como los dedos de una misma mano. Pero esas desigualdades no vienen en detrimento de que existen oportunidades para los que asumen el riesgo de descubrirlas y aprovecharlas.
Por esto, para una persona responsable las dificultades nunca son fuente de pesimismo, sino ocasiones para plantearse una respuesta heroica. Leer “El esbirro” fue una de las mejores cosas que me ocurrió a los diecinueve años. Sergei me mostró la alternativa de elegir entre ser esclavo de las circunstancias o intentar el camino del heroísmo. A los jóvenes de la antigua Grecia se les educaba acercándolos al conocimiento de las hazañas memorables de sus antepasados. De igual manera, los nuestros necesitan más ejemplos de heroísmos responsables.