Cuando la familia (la extendida) se reúne lo hace en ocasiones especiales, en que el interés común así lo demanda. Enlaces matrimoniales, cumpleaños, aniversarios, bautizos o el tránsito a la democrática muerte de uno o una de los propios, son la excusa perfecta para llevar a cabo eventos masivos en la que nos vemos las caras con toda la parentela.
Se pierde en la memoria infantil el primero de esos ágapes al que fui invitado. Si no fuera por las fotos descoloridas de antaño que dan fe de nuestra presencia, no podría garantizar que formé parte de ellos. Pero estuve ahí y por eso recuerdo con ansiedad esos besos intimidantes, cargados de cariño, risa escandalosa y humedad carmín-saliva, que regalaba por doquier una oronda señora a quien algunos llamaban por su nombre de pila y otros pariente lejana, hija de no sé quién; de la misma manera que mis primos huían cuando escuchaban que se acercaba alguno de los tíos que era verdadero “adicto” a dar punzantes pellizcos en cachetes desprevenidos. Incomparables espacios de intercambio de afectos y tradición oral, fue en esas reuniones de familia que conocimos las anécdotas más sabrosas de los abuelos y abuelas, de tíos y tías, todos esos secretos de infancia difíciles de creer detrás de gafas y canas, así como otras historias –inverosímiles algunas- sobre el origen de la estirpe común.
Con el paso de los años, nos hemos sorprendido entre hermanos y hermanas, primos y primas, repasando las historias que alguna vez escuchamos de nuestros progenitores y parientes – recordadas en alegre comparsa con sus congéneres- mientras nuestros hijos e hijas ríen tal y como lo hicimos nosotros antes. Ancestros de los que solo conocemos el nombre y características, cobraban vida en los relatos de mi madre y mi padre: el primo José, la tía Celsa, la “mama Nicha” y la “mama Tina”, el tío Mariano, cada uno con sus particularidades, genio y excentricidades. Ya casado, se han sumado las historias de “Papá Juan” (“el de la pata de palo”) y “Papá Nufo”, de “Mama Lela” y “Quincho y Rosita”, todas rodeadas de hilaridad y encanto únicos.
Gracias al intercambio de información que estas reuniones proveen, hemos podido conocer desde chicos la dura lucha de los ancestros para salir adelante y conformar los núcleos familiares que hoy integramos. En ellas también “practicamos fielmente” rituales que contribuyen a mantener esa unidad y en los que so pretexto de acabarnos, por ejemplo, una enorme olla de “mondongo” (que mi madre aprendió a preparar de su madre, y ésta de la suya, y ella de mi tatarabuela) rendimos homenaje al pasado que compartimos, contando entre risas y “por enésima” vez, viejos relatos que nunca aburren. Cada vez que nos reunimos de nuevo, recordamos con sonrisas y nostalgia a quienes ya no están más. Repetimos sus historias e iniciamos a los pequeños en el íntimo orgullo de su identidad familiar, esa que afianzará sus raíces y les servirá de pretexto, para reunirse y celebrar mañana junto a nosotros y nosotras, cuanto todo esto pase…y después también.