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12 de octubre: el español en peligro

Cuanto aprendí de la lengua española (no tanto como quisieron enseñarme) y cuanto amor le tengo, que es pasional, se lo debo por entero a mis maestros de español de las escuelas primaria y secundaria.

Margarita Díaz, Georgina Díaz, Graciela Collart Rodas, Amado Mondragón y David Coello, en la primaria, y Fernando Blandón, Fernando G. Carías, Gohía Isabel López, Elia Marina del Gallo y Carlos Arita Chinchilla, en la secundaria. Todavía critican lo que digo y escribo.

Me enseñaron a leer, y luego que leer es comprender. De ellos aprendí que la ortografía --de ninguna manera un adorno-- tanto guía la comprensión del texto escrito como transmite las emociones e intenciones de la palabra oral a la palabra escrita.

La expresión oral es la más completa y seductora: modulada por las inflexiones de la voz, que inspiran el lenguaje corporal, revela sutiles texturas de las emociones y de las pasiones del ser humano.

“Eres un amante extraordinario”, le dice ella en el momento más pertinente. ¿Qué insinúa? ¿Reclama, propone, exige? ¿Quiere agradecer, estimular, herir, humillar? En las inflexiones de su voz y en su mirada están las respuestas.

Como en la paleta de un maestro pintor, los inagotables matices del lenguaje iluminan trazos emocionales, pasionales, místicos o filosóficos cuya hondura psicológica es casi indescriptible. La lengua española parece tallada para esa tarea.

Y aquí está otra vez la ortografía. Los vehículos que transportan la intención oral a su expresión escrita son los signos ortográficos, que operan como si fuesen neurotransmisores de la palabra.

Una mañosa coma puede torcer el argumento; las comillas pueden ser irónicas, sarcásticas, humillantes, aduladoras; unos puntos suspensivos pueden dejar dicho todo lo que suspenden…

Doña Gohía Isabel López no era una mujer bella. Pero sí lucía tal cuando expresaba la belleza de la lengua española, que parecía inspirar su vida. Con sus decires contundentes, de palabras oportunas y hermosas, bordaba oraciones sencillas, elegantes, pronunciadas con una altivez que proclamaba el orgullo de hablar como se debe nuestro idioma.

Así nos dijo una vez que “hablar y escribir es convencer, provocar o aburrir; convenzan, y si les place provoquen, pero no cometan el crimen de aburrir, no en lengua de Cervantes, creada para persuadir y emocionar”.

Pero nuestra lengua, de la que según una leyenda el rey Carlos I de España habría dicho que la utilizaba para hablar con Dios, esa lengua armoniosa, fecunda y cristalina, está hoy en grave peligro.

No es peligro de extinción. Con 427 millones de hablantes nativos, es la segunda lengua más hablada del mundo, después del chino mandarín.

Se trata del deterioro cotidiano provocado por malos usos y descuidos, cometidos en regiones y países, España incluida.

El español es inundado por giros, vocablos, vicios de dicción, barbarismos y otras groserías ajenas a su noble índole; sufre avalanchas de esnobismo anglicista en las redes sociales.

Tales agresiones opacan la elegancia y menguan la riqueza expresiva que le son naturales, heredadas de su alcurnia latina, ganadas en competencia medieval por la primacía sobre otras lenguas peninsulares; decantada en sus andares planetarios.

Entre nosotros, que hace unos 40 años teníamos fama de hablar buen español, el idioma es malogrado por la degradación del sistema educativo, cuya primera víctima académica es el idioma, antes aun que las matemáticas. No se trata de pecadillos aislados, sino de una penuria gramatical y conceptual que contamina todos los estratos sociales.

Los consejos de aquellos maestros me parecen ahora profecías: “Respeten los adjetivos; conjuguen como adultos, no como párvulos; cuídense de los gerundios y de los participios activos; y sobre todo, huyan de los lugares comunes, como ‘tomar cartas en el asunto; sentar un precedente; a vista y paciencia de las autoridades’ El español es un lenguaje florido y las flores necesitan humedad. Los lugares comunes resecan la expresión”.

“Y amen el idioma como aman a la patria y a la madre, no porque sean bellas, que lo son, ni porque sean poderosas, que no necesitan serlo, sino porque son las de ustedes”.

Cierto, amados maestros. En español balbuceamos nuestros primeros asombros ante la magia de la vida. En español amamos y oramos. En español diremos nuestras últimas palabras, sin que esa magia haya dejado nunca de asombrarnos