Opinión

Cuando la Política Integral de Convivencia y Seguridad Ciudadana para Honduras 2011-2022 vio finalmente la luz, en septiembre de 2011, se estaba concretando un documento necesario para el país, cuya redacción venía siendo demandada por relevantes personas y grupos de la sociedad en las últimas dos décadas.

Los informes de las dos comisiones ad hoc (1993 y 1995), las jornadas de trabajo e incidencia del Foro Ciudadano (1996-98), la Propuesta Estratégica para la Seguridad de las Personas y de sus Bienes del Fonac (1998), las Bases de la Política Integral de Seguridad Pública y Ciudadana (2007) y reiterados diagnósticos (Codeh, Mesa Sectorial de Seguridad y Justicia), esfuerzos académicos (Cedoh, Iudpas) e institucionales (Conadeh, Conasin, Ciprodeh, Mesa Sectorial de Seguridad, Banco Mundial, Unión Europea, entre otros).

Todos estos esfuerzos finalmente confluían en la redacción de un documento de política pública, que cuenta no solo con un diagnóstico sintético y bien informado (de contexto e institucional), sino con las líneas estratégicas de acción e iniciativas de convivencia y prevención de la delincuencia y la violencia, así como un plan de equipamientos de seguridad, justicia alternativa y centros de privación de libertad.

La política –cuyo proceso de elaboración involucró a valiosos hondureños y hondureñas, bajo la coordinación de expertos en políticas de seguridad ciudadana del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)- pretendía y se llamaba a sí misma “un llamado a la acción” para dar respuesta al reclamo general por la pérdida indiscriminada de vidas humanas por la violencia y delincuencia.

Sin cabida para la ingenuidad –cualidad que resulta grave en esta temática-, el mismo documento proponía no solo programas de choque que produjeran resultados inmediatos”, sino la adopción de decisiones gubernamentales para conseguir “que todas las agencias estatales actúen en forma coordinada, con planes de corto y mediano plazo para reducir los índices de criminalidad”.

La política propone por ello “un pacto por la seguridad”, al que se conjunten los tres poderes del Estado, de forma colaborativa y con respeto a su mutua independencia, “esencial para lograr el éxito de la política”, pues se requieren “modificaciones legales, la construcción de un sistema institucional de la seguridad y el fortalecimiento del poder judicial, para asegurar la eficacia de la investigación criminal y la aplicación estricta de la ley”. En este pacto deben confluir también los partidos políticos, alcaldes, sector empresarial y ciudadanía (organizada o no), cada uno con sus atribuciones, habilidades, recursos, propuestas, anhelos e ideas, todos conociendo y aceptando que una política pública de seguridad y convivencia ciudadana, sin participación activa no puede ser eficaz.

En el último año y medio de acción gubernamental para la prevención y control de fenómenos delictivos, se percibe poco o casi nada, de la integralidad y visión de la Política Integral de Convivencia y Seguridad Ciudadana. Nadie la usa, nadie la invoca.

Se continúa, pues, arando sin aperos.