Nombraban a aquel sampedrano barrio Palestina y era época en que llegaban por tren equipos norteamericanos de beisbol contratados por las fruteras para competir con los locales en los aledaños de la escuela Ramón Rosa, donde ocurrió esto que sucedió. Y fue que a los infantes de tercio grado daba clases de música, digamos en 1951, una dama de avanzada edad, o tal lucía a nuestros niños ojos, neurasténica y exigente, de manos pulcras al piano, instrumento que exhibían ciertos centros educativos gracias a la eficiencia administrativa estilada por el presidente Juan Manuel Gálvez.
Había maestros liberales ––como Toño Cruz–– y otros decididamente revolucionarios y radicales ––Edgardo Becerra, hermano menor de Longino––, por lo que cuando doña Carmen, Martha o como se llamara nos convocaba a la angosta sala de canto los estremecía el malestar ya que del repertorio era obligado interpretar “América Inmortal”, siendo esta la América del norte, obvio, no la del mestizo continente…
“Fuente de luz, faro de libertad” ––por allí iba–– “siempre serás / la salvación / oh América inmortal”… (cantaba Pedro Vargas antes de madurar la voz) producto evidente de la contienda mundial en marcha, himno dedicado a exaltar glorias sajonas y el éxito de las fuerzas aliadas contra el
Eje fascista de Hitler, Mussolini y el Mikado. La melodía registraba agradecimiento, triunfalismo y honor, y a los infantes nos insuflaba un no sé qué de vanidosa heroicidad, presentíamos tras la cadencia resonancias de batalla y emoción. Al fin, pues, ¿no éramos americanos nosotros también?...
La había escrito J. Obelleiro Carvajal, autor igual de “Tamakún el Vengador Errante”, radionovela que transmitía CMQ en 1942. Sirvió luego para antesala de la guerra fría, que fue la más vasta campaña de intoxicación, es decir de aceptación de mentiras, que nos acondicionó para rechazar lo que naciera fuera del norte cultural e imperial.
Fue también cuando nos inculcaron el gusto por la leche en polvo y por la margarina ––melao espeso este, color azafrán–– que arribaba a la escuela dentro de latas selladas con el logotipo benéfico de la cooperación samaritana pero que en concreto buscaba educarnos en un producto que a pocos meses saldría al circuito comercial. Los viernes debíamos llevar un leño, para la hornilla, y durante la semana los profesores se arremangaban hacia las nueve la camisa y se ponían a cocinar, bajo las acacias, inmensas ollas de lácteo para la chiquillada ––humo de ocote embarrado para siempre a la memoria, tizones de divertido hollín–– para lo que portábamos en el bolsón––legítimo cuero de res–– una taza de peltre colorido, ración de azúcar, la cuchara y algunos, los pudientes, un trozo de cacao para colorar el hirviente rezumo de vaca. La memoria me trae, allá de lo escondido, que a las primeras semanas del experimento las arruinaron profusas diarreas y cólico intestinal.
¿Para qué recuerdo todo esto?... No sé. Quizás porque el país se aproxima a una gran batalla cívica donde se jugará a la carta última la democracia participativa ––que más debía ser distributiva––, o lo que se salve de ella, si es que alguna vez existió, y porque confiando en que el pueblo sabrá distinguir como nunca entre lo cierto y el engaño, entre espejismo y verdad, a lo mejor construimos una nueva república, la cuarta, semejante en lo digno a la independentista de Charles de Gaulle frente al entreguismo de Petain, quien jamás cantaría agradecido “América Inmortal”.
Por si ocurre esa buena nueva aquí ––la de liberarnos para siempre de los zánganos que nos gobernaron durante una centuria, como ya apunta–– que afilen sus lápices los poetas, que tracen sus solfas los compositores para escribir Honduras Inmortal.
Y si no lo conseguimos quedará por lo menos una canción de oportuna resistencia ante la historia, dispuesta para convocarnos irremisiblemente y volver a empezar…