La formidable pluma del escritor y columnista colombiano William Ospina en una de sus últimas publicaciones hacía referencia a las virtudes de polemizar con respeto frente a las opiniones contrarias, sobre todo con aquellas que tienen que ver con el quehacer político, y llamaba a la ponderación a quienes “tienen el privilegio de influir con el lenguaje en sus conciudadanos”, instándonos -nos incluimos- a asumir con cautelosa precaución ese difícil apostolado, hoy, en todas partes, lleno de riesgos e incertidumbres. Pero advertía: “...no pueden callarse en nombre de la prudencia, ni pueden exacerbarse en nombre de la libertad”.
No obstante, ese conveniente equilibrio lo hemos perdido hace algún tiempo y ya no existen términos medios y si afloran en algunos episodios de la vida nacional, son estigmatizados como mecanismos “babosos” o “melifluos”, condenados al ostracismo de las inútiles conductas humanas.
Hace ya bastante que venimos siendo arrastrados, con absoluta impotencia, por las estrepitosas aguas de la intolerancia colectiva.
En un interminable discurso de afrentas, consejas y rumores, como rabiosos soldados de dos bandos absolutamente irreconciliables.
Ese escenario, que no ha florecido por generación espontánea, resulta apropiado para el deporte nacional de tirar la piedra y esconder la mano, a la espera de réditos definidos.
Muestra de la más peligrosa intolerancia se produjo la semana pasada en Colombia, cuando dos obscuros exmilitares, “viudos del poder”, pero también cuidándose mucho en esconder sus patrióticos reclamos de reajuste de sus jugosas prebendas y pensiones, instigaron a un golpe militar que le devolviera la paz de los sepulcros y de los falsos positivos al país. “…Llegará el momento en que algunos coroneles o generales, bien sea en el Auditorio de Guerra (!), pongan las cartas sobre la mesa exigiéndole al Dr. Santos, cumpla con sus obligaciones y compromisos electorales o, de lo contrario, removerlo del cargo, encargar un gobierno provisional y convocar a elecciones en un tiempo no mayor de seis meses”, alcanzaron a decirse en un cruce de cartas conocidas por la opinión pública.
Estos episodios tienen, de todas maneras, el poderoso efecto de ofender gravemente el alma nacional y de sembrar el desconcierto en medio de una situación que no puede desconocerse se ha complicado en lo que se refiere al orden público, pero sobre la cual el gobierno nacional conserva el control y el poder legítimo y logístico necesario para hacerle frente y superarlo.
Si es que la apátrida carta pretendió, en forma absurda, ser una propuesta a la difícil situación que vivió el país con el criminal atentado al exministro Londoño, además del enojo, que como se ha dicho, escondía por no haberse reajustado sus pensiones de retiro; como fuere es otra inequívoca señal de haberse perdido el sentido de las proporciones.
De ser llamados por la justicia colombiana, los dos veteranos militares solo podrán ser indiciados por el delito de Instigación a delinquir y condenados a pagar una multa, en caso de ser hallados culpables. Por fortuna queda la vindicta pública para ellos y para quienes siguiendo su ejemplo atenten contra las instituciones y la democracia, como nunca fortalecidas hoy por el respaldo popular.