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Túnez después de su primavera árabe

En Susa se puede ver de todo, menos turistas. Apenas unos cuantos visitantes llegan a la ciudad desolada luego de la Revolución Jazmín de 2011, cuando los tunecinos se levantaron contra el régimen de Zine el Abidine ben Alí.

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21.04.2012

Abajo de la atalaya de la antigua fortaleza conocida como Ribat, se extiende una vista panorámica de la ciudad tunecina de Susa. Al este está la costa mediterránea, donde los cartaginenses amarraron su armada durante las batallas épicas contra el imperio romano.

Al sur y al oeste, los callejones laberínticos de la medina, en la parte antigua y amurallada de la ciudad, se extienden hasta el punto de convergencia en medio de un mar de casas y minaretes muy apretados.

Una soleada tarde de enero, caminé a lo largo de las almenas de la fortaleza vacía, mirando a través de las troneras hacia las calles por donde paseaban ancianos tunecinos con sombreros rojos y mujeres con pañuelos en la cabeza.

Se me ocurrió que podría ver casi todo en Susa desde esta posición estratégica. Excepto por algo: los compañeros turistas. Desde mi llegada a Túnez unos días antes, apenas si había visto a algún otro turista.

Cierto, era la temporada baja. Sin embargo, la verdadera razón, supe, era la Revolución Jazmín de enero de 2011, cuando los tunecinos se levantaron contra el régimen autoritario y obligaron a que huyera el hombre fuerte de tiempo atrás, Zine el Abidine ben Alí.

El turismo cayó en más de 30 por ciento el año pasado, aun cuando en los meses posteriores a la expulsión de Ben Alí, el país estuvo calmado, en general.

DESOLADO. Durante mi visita, los empleados de la recepción del hotel y los meseros en los restaurantes se lamentaron conmigo, repetidas veces, por la falta de turistas. Así es que me sorprendía agradablemente cuando una familia alemana de cuatro personas interrumpió mi declaradamente tranquila ensoñación hasta arriba de la atalaya.

Habían estado viajando en autobús, admirando “la religión y la cultura”, me dijo el padre, Tobías Haug mientras oteaba la vista. “Todos han sido muy amigables”, comentó, y agregó que amistades en Alemania habían expresado su preocupación antes de su partida. “No saben que hace más de un año que terminó la guerra”, dijo Haug.

Para los viajeros, una visita a Túnez en este momento ofrece una oportunidad no sólo de presenciar este momento fundamental en la historia del país, sino también tener un sentido de las luchas e intereses de la primavera árabe en general. A medida que los dictadores en la región caen o los desafían, Túnez, aunque está lejos de ser apacible, ofrece un ejemplo tranquilizador de lo que podría surgir de las ruinas.

Las elecciones en octubre produjeron resultados que habían sido inimaginables en los años de Ben Alí, cuando se reprimía a las organizaciones islamistas y al disenso: un primer ministro de un partido musulmán moderado y un presidente con un currículo como defensor de los derechos humanos.

Un año después del final de la revolución, aproveché la bien desarrollada infraestructura turística de Túnez –hoteles abundantes, restaurantes limpios y transporte generalmente efectivo– y empecé un viaje de ocho días en autobús y tren para ver los famosos paisajes y tomarle el pulso al sector del turismo, vital y achacoso.

EL SENTIR DE LOS TUNECINOS. En ciudades como Túnez, donde el debate público ahora encuentra un medio de expresión en los periódicos, exposiciones y arte callejero, me topé con gente amigable que estaba más contenta por compartir sus ideas con los viajeros. En otras partes, más dependientes del turismo, como El Jem, con sus fabulosas ruinas romanas, los lugareños expresaron alivio por la muerte del viejo régimen, pero también manifestaron una necesidad urgente de empezar a volver a llenar los hoteles y restaurantes vacíos. Por todas partes, encontré que los tunecinos estaban relajados, tranquilos y agradecidos con quienquiera dispuesto a visitar su país durante este momento de transición. Llovió el primer día que estuve en Túnez.

Me incliné hacia afuera de la ventana en el más bien anticuado hotel Excel y me asomé abajo, a la avenida Habib Bourguiba, el sitio de las mayores protestas.

Flanqueada por edificios coloniales franceses y animados cafés en la acera, la vía pública ofrecía un curso rápido de historia moderna tunecina, empezando con el nombre. Habib Bourguiba, un abogado formado en París, brindó una voz apasionada contra el colonialismo francés y ayudó a ganar la independencia del país en 1956. Al año siguiente se convirtió en presidente y empezó a modernizar a Túnez, asegurando educación universal y mandatando derechos iguales para las mujeres. Se prohibió la poligamia y se desalentó el uso del velo.

Sin embargo, las tendencias dictatoriales de Bourguiba desgastaron la buena acogida. Ben Ali, su primer ministro, lo depuso en 1987, pero siguió comprometido con la educación y los derechos de las mujeres. No obstante, su sofocante Estado policial y opulento estilo de vida condujeron a su propia caída.

En diciembre de 2010, cuando Mohamed Buazizi, un joven vendedor de frutas en una ciudad rural, se prendió fuego en protesta por su miseria económica y el acoso de la policía, se incendió toda la nación.

TRAS LA HISTORIA. Esa noche, afuera del teatro Art Nouveau, detecté unos volantes que anunciaban un documental titulado Croniques de la Revolution.

Estaba ansioso por presenciar los embriagadores acontecimientos, aunque fuera de segunda mano, pero el empleado de bigote me dijo que me había perdido la película, cuyo estreno había coincidido con el aniversario de la revolución, el 14 de enero.
“Ya no está aquí”, dijo en francés. “¿Le puedo vender un boleto para The Smurfs en tercera dimensión?”.

Todavía ansioso por aprender más sobre la Revolución Jazmín, abordé un transporte rumbo al suburbio costero de La Marsa. Edificios de departamentos estilo art decó se ubican frente a las playas llenas de palmeras. Junto con la vecina Sidi Bu Said, una aldea azul y blanca de encantadores hotelitos y galerías, el barrio forma el corazón artístico del país.

Boutiques y galerías –notablemente, la prestigiosa galería La Marsa– salpican las calles, y cada primavera se realiza el Printemps des Arts, un festival de dos semanas de arte contemporáneo y “performance”.

En la librería Mille Feuilles, una exposición titulada Degage! brindaba un panorama asombroso de las manifestaciones del año pasado en Túnez.

El título es el estribillo “¡Fuera de aquí!” en francés de los marchistas, se muestran fotografías de las masas que van aumentando a lo largo de la avenida Habib Bourguiba.

En una, un grupo de manifestantes –jóvenes, viejos, adinerados, empobrecidos, laicos, religiosos– presionaba hacia el ministerio del interior, notorio por sus aprehensiones. La organizadora, una tunecina bien peinada, llamada Leila Souissi, explicó que la exhibición habría sido impensable antes de la caída de Ben Alí. “Me habrían metido a la cárcel y habrían cerrado la galería”, dijo, y agregó: “Ahora podemos expresar cualquier cosa”.

Después de un viernes tranquilo en Susa, durante el cual la mayoría de las tiendas estaban cerradas por el sabbat, la ciudad estaba totalmente despierta la mañana siguiente. Las minivans y los taxis tocaban el claxon, lanzaban gases y dejaban a los compradores. Vendedores en mesas pegadas unas a otras vendían sus mercancías: calcetines de Mickey Mouse, tatuajes de henna, utensilios de cocina, y camisas y zapatos hechos con tan poco dinero que solo la fe de quien los usaba los mantenía unidos.

Cerca estaban los puestos donde vendían artesanías –bolsas de piel, juegos de ajedrez, vasos pintados para té– mezclados con los vendedores de jugos y las parrillas de kebabs. Un serpenteo de estrechos callejones me condujo a Dar Esid, una mansión que perteneció alguna vez a los gobernantes otomanos tunecinos. Tuve el lugar para mí solo y caminé sin prisas por las habitaciones con arañas de cristales y tapetes orientales.

Una tarjeta en la recámara principal divulgaba el secreto de la lámpara junto a la cama: “El espozo ((sic)) usaba la lámpara de aceite desde tiempos romanos para asegurarse de darles placer a sus esposas. Para poder probar su resistencia y control, el hombre tenía que continuar mientras estuviera encendida la lámpara”.

El vendedor de boletos me encontró y señaló un lugar vacío en la pared. Se habían robado sendos contratos de matrimonio y entierro de siglos de antigüedad durante el caos de la revolución. No obstante, dijo, no era nada en comparación con los grandes robos que padecieron los tunecinos. “Ben Alí se robó 23 años de nuestra vida”, dijo.

PASEO. Algunas personas elogian a Sfax, la segunda ciudad más grande de Túnez y mi siguiente destino, por su museo de arqueología. Otros encuentran encanto –no fácil de hacer en este puerto destartalado– en los terraplenes almenados que rodean a su medina. Sin embargo, mientras mi tren cortaba el paisaje marrón, se me hacía agua la boca ante la expectativa de algo más: los baklava y brik. Para el adorador del baklava, ese dulce de capas de pasta filo empapadas en miel, nueces y pistaches, un peregrinaje a la Patisserie Masmoudi en Sfax es esencial. Ahí, en la inmaculada tienda azul y blanca, mujeres vestidas de blanco hicieron la historia del baklava hace cerca de una década al crear la versión más grande del mundo, un espécimen que obtuvo la mención en los Récords Mundiales Guinness.

“Pesó como una tonelada y 150 kilos”, me dijo la cajera. Me contenté con una variedad de sus baklavas tamaño bocadito y otras especialidades, incluido el “Mosaique Pistache”, una exuberante galleta de pistache rodeada encima con rebanas de pistache y un remate de piñones en forma de corona.

Para cenar, busqué otra institución gastronómica de décadas de antigüedad afuera de los muros de la medina, el restaurante Bagdad. Dentro del salón blanco extra, ordené un Chateau Magon, una mezcla de syrah y merlot hecha en Túnez, y engullí un brik clásico, servido por un mesero de edad mayor con filipina blanca. Con el tenedor, derramé la todavía caliente y pegajosa mezcla de huevo con cebollín y atún que salía de la cubierta de pasta frita, delgada y crujiente.

Lo siguiente fue el ojja, un ragú de tomate con garra, enriquecido con huevo frito, pimiento verde, cebolla y trozos de salchicha roja de carnero de merguez.

El colofón fue un trago gratis de un licor de dátil muy fuerte, por cortesía del gerente, quien parecía aliviado de ver un rostro extranjero.