LA FAMILIA. La familia Mondragón regresó de Estados Unidos después de muchos años de trabajo duro y de grandes sacrificios, y trajo una pequeña fortuna que deseaban invertir en su propia tierra para asegurar el futuro de los hijos y de los nietos, y disfrutar de una vejez tranquila y productiva. Sin embargo, el mal los acechaba como un ave de rapiña que no tardó mucho en caer sobre ellos.
Bondadosos, nobles y solidarios, los Mondragón vinieron a ocupar la casa que habían construido sobre las ruinas de la vieja, y que habían amueblado con el menaje especial que trajeron de California.
Los antiguos vecinos estaban alegres con el regreso de aquella familia con la que habían crecido y los Mondragón estaban felices de regresar a su patria pues, como decían, no hay mejor lugar para vivir que la tierra que nos vio nacer, entre los amigos con los que crecimos y en el barrio en el que empezamos la vida. Con todo esto, ¿quién iba a suponer que la tragedia estaba a la vuelta de la esquina?
ROBO. Era una tarde agradable, aunque calurosa. Choluteca estaba en invierno, y aunque se habían escaseado las tormentas por la obligada canícula, el calor no era tan sofocante aquella tarde de viernes en que la familia se preparaba para hacer la cena mientras desempacaba las últimas cosas que habían traído para adornar la casa. Por eso nadie vio el taxi que se detuvo en la calle solitaria y llena de charcos del frente, y nadie vio que cuatro hombres entraron por la puerta de atrás a la casa, cubiertos los rostros con pasamontañas y armados con pistolas y una escopeta.
“¡Al suelo, todos, hijos de p…! ¡Esto es un asalto! ¡El que se las dé de valiente lo mato!”
La voz de hombre era aguda e imperiosa, e impuso el silencio en la sala. Don Javier quiso decir algo, pero el hombre se acercó a él y le golpeó la cabeza con la culata de su pistola de nueve milímetros.
“¡Te callás, viejo basura! ¡Vas a hablar hasta que yo te lo diga! ¡El billete! ¡Queremos el billete!”
“Aquí no tenemos nada”.
El segundo golpe abrió la piel de la cabeza calva y blanca de don Javier, y la sangre no tardó en correr sobre su mejilla izquierda. El grito de dolor del anciano fue callado con la amenaza de un golpe más brutal.
Su esposa y sus tres hijos estaban en el piso, amenazados por los otros hombres, y lloraban sin decir palabra.
“Sabemos que tenés los dólares aquí… Entregalos o los matamos a todos. ¡Parate!”.
Don Javier estaba mareado, la sangre seguía brotando por la herida y caía al suelo en gruesas gotas. El hombre le puso la pistola en la nuca y lo obligó a caminar hacia la habitación principal del segundo piso. Cuando estuvieron frente a la enorme cómoda de cedro tallado, don Javier abrió una gaveta, sacó un paquete cuadrado, envuelto en una bolsa de manila, y se lo entregó al ladrón.
Este casi lo arrancó de su mano, lo miró con furia y le dio otro golpe en la frente. Don Javier cayó sobre la alfombra casi sin sentido. Cuando su esposa llegó a la habitación, su cara era una máscara roja en la que destacaban el dolor y el miedo. La Policía no tardó en llegar.
LA DNIC. “¿Por dónde se fueron los ladrones?”
“Por la puerta principal. Salieron a la calle y se perdieron…”.
“Eran cuatro, ¿cierto?”
“Sí”.
“¿Pudieron reconocer a alguien, alguna voz, alguna mirada, ojos?”
“Andaban pasamontañas, señor, pero no voy a olvidar la voz del que me golpeó…”.
Don Javier estaba más tranquilo. Su esposa le atendía las heridas y habían llamado a un médico amigo para que las suturara. No quiso salir de la casa porque la Policía debía tener toda la información para capturar a los delincuentes.
“¿Sospechan de alguien?”
“No”.
“Este robo no fue algo al azar. Los ladrones lo planificaron bien. Tenían información acerca de ustedes y del dinero, y los atacaron. Alguien de la familia o alguien de confianza de ustedes dijo algo que despertó la codicia de los ladrones. ¿Ven este papel arrugado? Lo encontramos en el porche, tirado. Es un plano a lápiz de la casa, punto por punto.
Los ladrones ya sabían donde buscar. Aquí está marcada con una equis la habitación principal del segundo piso, a donde llevaron a don Javier para que les entregara el dinero. Sabían que el dinero estaba allí. ¿Sospecha de alguien ahora?”
Don Javier se quedó pensando por
largos segundos, luego contestó con un “no” rotundo.
“Bien. Traten de recordar. Uno de los ladrones, seguramente el jefe de la banda, fue el que habló siempre. ¿Dónde estaban los otros?”
“En la sala, apuntando a mi mujer y a mis hijos”.
“¿Notó algo particular en alguno de ellos?”
“¿Qué quiere decir con eso?”
“¿Quiénes apuntaban a su familia? ¿Los otros tres o solo dos? ¿Se fijó en algo?”
Don Javier pensó un momento y luego dio un grito: “Sí, ya recuerdo. Uno de ellos se paseaba por la sala con la cabeza agachada y con una gorra. Es el que tenía la escopeta. No sé si usted se refiera a eso”.
“A eso me refiero. Ese hombre, ¿se paseaba por la sala sin hacer ni decir nada? ¿Iba de un lado a otro sin levantar la cabeza?”
“Sí. ¿Cómo lo sabe?”
Galdámez sonrió. Sudaba y en sus ojos brotaban chispas.
“La Policía no es tonta, señor. Siempre sabe. Ese hombre es el contacto de los
ladrones. Los conoce muy bien a ustedes, es el que les hizo el plano de la casa y no actuó contra ustedes por remordimiento o porque no quería arriesgarse a que lo reconocieran. Dígame algo,
¿era el único que usaba gorra?”
“Sí”.
“Entonces piense bien, ese es el que informó a los ladrones del dinero que ustedes tenían, y sabía donde lo guardaban porque es de total confianza de la familia. ¿Alguna idea de quién puede ser?”
Nadie contestó.
PISTA. El barrio estaba conmovido. Habían rodeado la casa de los Mondragón para mostrar su solidaridad y su indignación, pero también para curiosear. La Policía tenía trabajo que hacer.
“Yo vi que un taxi entró a la calle lleno de hombres, pero no me dio mala espina…”.
“¿Recuerda el número del taxi?”
“No.”
En eso, un hombre delgado, sin camisa, con un cigarro entre los labios y un bigote gris que le caía como lodera sobre la boca, se acercó a Galdámez.
“Mire, máistro -le dijo, soltando una apestosa bocanada de humo-, yo vi a unos menes que iban corriendo por
la calle, allá en la esquina; no supe de dónde salían pero vi que llevaban pistolas en las manos y tuve miedo, pero alcancé a ver que uno se quitaba el pasamontañas y le vi la cara…”
“¿Lo recuerda bien?”
“Sí”.
Galdámez dio un salto. Dio una orden y el retratista de la DNIC llegó con una hoja en blanco sobre un tablero, y un lápiz. No había nada más que hacer en la casa.
“Un último consejo -le dijo Galdámez a don Javier-, si uno de sus frecuentes visitantes falla hoy y mañana, avíseme… Podría ser una pista”.
BÚSQUEDA. Al día siguiente, los agentes de la DNIC salieron a la calle a buscar el taxi que llevó a los ladrones a la casa de los Mondragón. Los informantes entraron en acción y Galdámez se puso a esperar. A las dos de la tarde, un agente lo llamó por teléfono. Un informante decía que un taxista había comentado en un restaurante que uno de sus compañeros le comentó que unos tipos de una banda lo contrataron para que les hiciera una carrera y que los esperara porque iban a hacer un trabajito en una casa de un viejo rico. Galdámez salió de su oficina como un rayo.
“¿Dónde está el taxista?”
“¿Ve aquel chavo que está comiendo enfrente del cine Rex? Ese es el que dijo eso.”
Galdámez estiró las piernas y en medio minuto se plantó frente al taxista.
“Policía -le dijo, mostrándole la placa-. Queremos hablar con vos”.
“Yo no he hecho nada”.
“Caminá”.
La calle de atrás del cine era poco transitada. El taxista estaba blanco de pies a cabeza.
“¿Quién es el taxista que te dijo que una banda de pícaros lo contrató para hacer un robo en la casa de un rico?”
El hombre abrió los ojos sorprendido.
“No me vayás a mentir… Estás advertido”.
El hombre tembló.
“Si no me decís la verdad te llevo como cómplice de los ladrones…”.
“Pero si yo soy inocente”.
“Sí, pero por mientras lo demostrás, te tirás un año por lo menos en el ‘tabo’. ¿Qué decidís?”
El taxista le dio un nombre y un número de taxi. Galdámez le dio una palmada en un hombro y él estuvo a punto de desmayarse.
A las ocho de la noche, el taxista estaba frente a la Policía.
“Yo no sé nada. Tráigame a ese man que le dijo eso”.
“¿Estás seguro de que no llevaste a los ladrones al barrio Campo Sol?”
“Seguro”.
“Bueno”.
En ese momento, un agente de la DNIC se acercó a Galdámez. Llevaba las cejas fruncidas, el rostro bajo y los ojos fijos en el taxista, como si
tratara de recordar algo al verle su rostro.
“Yo a vos te conozco -le dijo de repente-. Vos sos el que le disparó en una pierna a un oficial de la Policía, en un robo. Sos gato viejo en esto,
¿verdad?”
Galdámez dio un brinco.
“¿Vos lo conocés? ¿Y este desgraciado le disparó a un oficial de la Policía? ¡Me extraña que siga vivo esta basura!”
“Espéreme -respondió el agente-, voy a buscar la ficha de esta criatura”.
No tardó en regresar.
“Este sos vos.”
“No, no soy yo. Ese no es mi nombre”.
Galdámez cogió la ficha, miró la foto por un momento, y se la entregó al agente.
“Este no se parece a la foto”.
“¿Verdad que no me parezco?”
“Para nada”.
El agente pareció reflexionar.
“Ya sé. Voy a traer al viejito, al experto en huellas digitales. Espérenme.”
Cuando apareció un hombre entrado en años, canoso y encorvado, el taxista lo miró con angustia. El señor le dijo:
“Enseñame los dedos”.
“No; yo no. ¿Para qué?”
“Voy a comparar tus huellas digitales con estas que están impresas en la ficha, nada más”.
“Pero ¿para qué? Yo no soy ese. ¿Verdad que ni me parezco a la foto?”
Galdámez torció la boca y le dijo:
“Enseñale los dedos”.
El anciano tardó un minuto. Veía los dedos, luego la ficha. Al fin dijo:
“Este es. Solo es que se ha cambiado el nombre. Y ahora me acuerdo que este es el que casi mata a un oficial en un robo. Gato viejo este chavalito. Con razón allí lo están esperando esos preventivos”.
Galdámez dio un paso atrás, subió los hombros y se despidió del taxista. Este entendió y el terror se pintó en su rostro.
“No puedo hacer nada -le dijo Galdámez-; son los compañeros del oficial y el que mata a un policía es enemigo a muerte de todos los preventivos. Déjenlo ir. Este hombre es inocente del robo a los Mondragón”.
“Pero esos me están esperando”.
“Allá te van a ir a dejar al cerro de Los Coyotes. Ni modo”.
“No se vaya. No me deje. Mire, le voy a decir la verdad, pero no me deje con esos policías. Me van a matar…”.
“Mirá, si vas a decirme la verdad, vas a hablar delante del fiscal”.
“Ellos me contrataron para que los llevara a la casa y que los esperara, pero a mí me dio miedo y me fui cuando ellos entraron”.
Galdámez le enseñó una hoja de papel en la que estaba dibujado un rostro.
“Un testigo vio a este hombre salir de la casa de los Mondragón. ¿Lo conocés?”
“Sí, es el Pato. Es el jefe…”
“¿Dónde lo localizamos?”
“En la Pedro Díaz”
“¿Conocés la casa?”
“No, por Dios que no”.
LA BANDA. A la mañana siguiente, la Policía tenía rodeada una casa en la colonia Pedro Díaz. A las seis de la mañana, rompieron la puerta. El Pato estaba dormido. El frío del cañón de un Galil lo despertó. No opuso resistencia, pero en su cara se notaba el odio y la furia que llevaba en su corazón contra el mundo.
A esa misma hora, el amigo del Pato decía donde estaban los otros cómplices. Antes de las ocho de la mañana estaban los cuatro en la
Policía. Cuando don Javier llegó a reconocerlos, vio en la fila al hijo de su vecino, su mejor amigo, el muchacho que no salía de su casa porque se había hecho buen amigo de sus hijos. El muchacho lloraba con la cabeza hundida sobre el pecho.
“Ese es el que les dijo a los ladrones donde guardaba usted el dinero. Ese que era amigo de sus hijos”.
Don Javier no dijo nada.
EL JUICIO. La Sala del Tribunal estaba repleta. Los cuatro acusados miraban al frente entre sus abogados defensores y los jueces los veían desde arriba, escuchando la declaración del testigo protegido.
Mientras este hablaba, el Pato ponía atención, tratando de reconocer la voz, a pesar de que sonaba distorsionada. Por momentos se quedaba con la mirada fija en la caja de madera en que estaba el testigo, y al que solo los jueces podían ver, luego se rascaba la cabeza, pensaba, unía las cejas y volvía a rascarse la cabeza.
De pronto, se puso de pie, dio un salto y, con una mano, señaló a la caja, y dijo:
“¡Ya sé quien sos!”
En eso, una sombra negra salió de la caja, el taxista se quitó la máscara y se enfrentó a él:
“¡Sí, soy yo! Vos me dijiste que los llevara a hacer un trabajo a Campo Sol, y que los esperara… Pero yo me fui y ustedes se robaron los veinticinco mil dólares del viejo…”
El juez llamó al orden.
EL DINERO. El Pato se reía mientras miraba con ojos chispeantes al detective.
“Jamás van a encontrar el dinero. Ese pisto se va a podrir allí donde lo dejé… No lo van a hallar nunca”.
El fiscal pido un receso para hablar con Galdámez.
“Mire -le dijo el detective-, un informante me dijo que ellos se reunían en una casa abandonada, cerca de aquí. Déjeme ir a revisar. Tal vez tengamos suerte”.
A las dos de la tarde, luego de requisar la casa abandonada y de darle vuelta al patio, Galdámez estaba decepcionado. El dinero no aparecía por ningún lado.
“No hay nada aquí. ¿Qué lugar falta por revisar?”
“Ninguno”.
“¿Ya vieron en la letrina?”
“Sí, no hay nada. Es una letrina vieja…”
Galdámez se acercó a la letrina. Entró. Alumbró el fondo y vio que todo estaba seco allí, de tan vieja que era.
Entonces metió la mano en el sentadero, la movió hacia los lados, y se detuvo de pronto. Había topado con algo.
Con cuidado, reconoció el pedazo de hierro que estaba clavado en la madera. Era una especie de argolla y en esta, estaba un gancho.
Galdámez lo soltó despacio. Cuando lo levantó, un lazo estaba amarrado a una argolla más pequeña. El lazo se perdía en el fondo de la letrina.
Galdámez jaló el lazo despacio. No tardó en aparecer un bulto envuelto en una bolsa de plástico transparente.
Cuando lo sacó, dentro de la bolsa estaba una bolsa de papel manila. Adentro de esta estaba un fajo de billetes de cien dólares. Galdámez llamó al fiscal. Levantaron el acta y contaron poco más de veinticuatro mil dólares.
Esa tarde, cuando se reanudó el juicio, Galdámez le enseñó el dinero al Pato.
“¿Ves que encontramos el dinero? ¿Ves que no podés engañar a la Policía?”
El Pato y sus amigos siguen en prisión. Saldrán en libertad después de dos mil veinte.