Para quienes la tuvimos alguna vez, la noticia no podía ser más abrumadora: por razones financieras, la Enciclopedia Británica, nacida en Edimburgo, Escocia, (1768-1771), en tres volúmenes que pretendían compendiar todo el conocimiento humano, llegaba a su fin a partir de marzo del año 2012 para ser reemplazada por su versión en CD-ROM: en su mejor momento (1985), la Británica alcanzó los treinta y dos tomos y encerró cuarenta millones de palabras y quinientos mil temas, aproximadamente.
El hecho viene al caso por la reiterada especulación que, año tras año, aviva la celebración del Día Mundial del Libro —23 de abril, también conmemoración cervantina— respecto a si el libro impreso, ese de tapas y lomo, fenecerá y desaparecerá frente al texto electrónico, el libro digital.
Más que un asunto de si el primero es una mejor opción que las otras dos, se trata de una polémica que termina, siempre, por convertirse en disquisición y se diluye bizantinamente.
Hace treinta mil años, los homínidos comenzamos a articular un lenguaje que nos distinguiría de las bestias y nos permitiría hablar, pensar, soñar y recordar, como hasta hoy; con ello, unos seis mil años atrás, el hombre supo de la necesidad imperiosa de conservar una pasmosa oralidad que lo llevaría a inventar ese maravilloso artefacto, la escritura, en la Mesopotamia de entonces —el Irak actual, paradójicamente escenario de muerte y destrucción— y le permitiría descubrir, consecuentemente, la lectura.
Imagino la veneración y encanto que aquellas tabletas de barro impresas mediante cuñas de madera despertaban en sus creadores y la lógica suspicacia y temor que infundían entre el común de los mortales: ¿Moriría la palabra oída? ¿Renunciaría la expresión verbal y oral a su poder hegemónico?
Por el contrario, voz y texto se complementaron, no fueron excluyentes, aunque la oralidad predominara durante siglos después y hasta la Edad Media (Demóstenes, Sócrates, Platón, Jesús de Nazaret fueron los mejores exponentes de lo anterior).
La escritura, el texto (del latín “textum”, tejido), que primero lo es como papiro, luego pergamino y será códice hasta volverse libro —“incunable” desde la imprenta de Gutenberg y hasta principios del siglo XVI, pero libro desde entonces y hasta ahora— ha experimentado cambios, mutaciones y transformaciones a lo largo de una historia que le ha sido muchas veces hostil.
Solamente hay que recordar a Torquemada en oscuras épocas, quien quemó libros y a sus autores; en el siglo XX, al siniestro Goebbels en la Alemania nazi: hombre tan inteligente como perverso, quien intuyó que la radio podía y debía ser el mejor antídoto contra el saber de los libros (era una nueva tecnología versus una vieja y esclerótica tradición). Empero, el libro sobrevivió.
Las gentes se preguntan si el libro está en una etapa terminal frente al acelerado progreso de la tecnología. Acorralado por los CD-ROM, iPods, DVD, VOD y demás parafernalia cibernética, incluidos los adictivos BlackBerries, uno debe responder con estilo barroco: sí y no.
En primer lugar, hay que definir qué es un libro. ¿Un objeto que se lee? Si fuera así, una carta, una esquela funeraria, una etiqueta o la simple pancarta de una manifestación lo serían, incluso la pantalla de nuestros ordenadores. El Kindle, un artilugio tecnológico pasmoso, es capaz de almacenar mil doscientos libros en su memoria, pero no es ninguno de ellos.
Lo que llamamos “libro”(en francés livre, en portugués livroen, libro en italiano), procede de “liber”, palabra con la que los romanos denotaban la parte interior de la corteza de los árboles, que utilizaban para escribir. El primer libro impreso de la historia —y el dato se lo robo a www.elcastellano.org, de Ricardo Soca— fue la Biblia Mazarina (dos tomos, 1,282 páginas escritas en caracteres góticos, editada por el propio inventor de la imprenta, Juan Gutenberg). No obstante, ya había “libros” unos dos mil años antes (ver, Una historia de la lectura, de Alberto Manguel, obra monumental y exhaustiva sobre el tema).
En estas discusiones entre milenaristas (aquellos que vaticinan la extinción del libro) y los recalcitrantes tradicionalistas (me cuento entre ellos), quienes creen que el libro llegó para quedarse, hay mucho de farándula y vodevil mediático. Nadie es capaz de vaticinar qué ocurrirá en un plazo inmediato o mediato.
Umberto Eco, semiólogo, autor de novelas como “El nombre de la rosa”, “El péndulo de Foucault” y “El cementerio de Praga” dice que “El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez que se han inventado, no se puede hacer nada mejor: no se puede hacer una cuchara que sea mejor que la cuchara”. La cita la extraje de “Nadie acabará con los libros” (México: Random House Mondadori, julio de 2010), donde el polígrafo italiano alterna con el francés Jean-Claude Carriére, dramaturgo, cineasta y guionista en filmes de Buñuel y García Berlanga.
El testimonio conjunto (se trata de dos íconos de la semiótica comunicativa) resulta tan iluminador como preciso: Suposiciones como la de que ante la tecnología “la memoria está en peligro”; que, en poco tiempo, habrá un “bibliocausto” y que los ordenadores tornarán al simple papel y lápiz en objetos impensables, son para Eco y Carriere “profecías desmentidas” de antemano (“El futuro no es una profesión —afirma Carriere—. La característica de los profetas, de los verdaderos y de los falsos, es que se equivocan siempre”).
Cualquier argumentación en torno al tópico como el que suscribo no deja de ser un ejercicio retórico: en lo personal, padezco, lo confieso, de una lujuria del intelecto, lo que me lleva a considerar al libro como un objeto sensual: tocarlo, oler su tinta fresca, mirar su elaborada factura y escuchar lo que el autor escribió para mí y otros lectores es un placer inefable. No me lo como porque temo morir envenenado, como Jorge de Burgos en la primera novela de Eco.
El culto de la página escrita es tan antiguo y resistente como el de la escritura misma; de ahí que imaginar que el libro electrónico pueda desplazar al impreso, incluso por la tecnología que crea al primero, no es sino una de esas fabulaciones que los griegos llamaron “entelequias” y cuya trascendencia no va más allá del imaginario popular.
¿Qué diferencia a un libro convencional de uno digital? Creo más útil establecer las semejanzas entre ambos, definidas ya por incontables autores. Para el caso, aludamos al lenguaje, a su normatividad, a su codificación, sin que importe la lengua en que estén escritos: tanto uno como el otro son idénticos, lo que cambia es el soporte (uno de papel, el otro no).
Por otra parte, su complementariedad gráfica o simbólica les es afín (la imagen oportuna, las gráficas, tablas y cuadros) y si bien la hipertextualidad del libro digital permite manipular las fuentes de información con mayor inmediatez, el libro tradicional ofrece los usuales pies de página con su respectiva bibliografía; tampoco es cierto que uno u otro difieran en la calidad de la obra en sí: Las peripecias, el drama de Emma Bovary y su muerte son los mismos en ambos formatos.
Obvio, el libro digital tiene algunas ventajas sobre el libro centenario: con el equipo adecuado, sus posibilidades y velocidad de transferencia son pasmosamente mayores; los costos de producción, distribución y comercialización son inferiores a los del libro impreso (que conste, si se cuenta con un equipo sofisticado y caro); su oferta de sonido, animación, video e incluso cambio de color superan, con creces, el limitado ofrecimiento de caracteres e ilustración de aquel.
Uno puede —muchos lo seguimos haciendo— escribir anotaciones en los márgenes de las páginas convencionales, pero en la computadora puede copiar, pegar, eliminar, agregar y modificar como le venga en gana. Eso sí, mientras tenga energía eléctrica porque, de haber uno de esos “apagones” tan frecuentes en los tiempos que corren, la novela que leía, sus personajes y sus paisajes, desaparecen de pronto, como por arte de una magia que el lector del libro convencional mantendrá merced a la luz de una vela.
El libro de papel es fácilmente manejable y transportable. Recuerdo que a fines de los setenta del pasado siglo tuve la ocasión de visitar la Biblioteca del Congreso en la capital estadounidense (esplendoroso espectáculo de piedra y mármol, inolvidable para cualquier amante de los libros; se entra allí de puntillas y con una devoción casi eclesiástica).
Eran aún los años de la Guerra Fría y las cifras eran apabullantes: 144 millones de piezas, 33 millones de libros catalogados, 63 millones de manuscritos y materiales diversos en 360 lenguas, el provinciano istmeño que era yo se permitió preguntar qué sería de todo ese tesoro cultural en una hecatombe.
Nuestro guía, no sin una sonrisa autocomplaciente durante el rato, nos mostró lo posible de una complicada red de tubos neumáticos, capaces de trasladar, subterráneamente, absolutamente todo hasta un lugar seguro en menos de media hora. Hoy, como lo indica Fernando Báez en su “Historia universal de la destrucción de los libros” (2004), con solo “presionar una tecla o con una falla tecnológica se puede dar fin a millones y millones de libros”.
¿Y qué de los lectores? Porque, impresos en papel o electrónicamente, los libros pierden su sustancialidad y esencialidad sin un lector ¿Podrán sobrevivir en un analfabetismo cibernético? ¿Y qué de las bibliotecas? ¿De aquellos laberintos borgeanos que como el de “La biblioteca de Babel” son modelo y evidencia del crecimiento humano, de su pujanza y extrañamiento frente al mundo bestial? ¿Acabarán sus días en el frío e inagotable espacio de un “disco duro”? Ni la Casandra homérica podría predecirlo.
John Steinbeck (1902-1968, “Las viñas de la ira”, “Al este del Paraíso”, Premio Nobel de Literatura en 1962) afirmaba que “Por el grosor del polvo en los libros de una biblioteca pública se mide la cultura de un pueblo”.
Con el advenimiento de esta revolución digital, un simple paño podrá limpiar los teclados y erradicar cualquier noción prejuiciada al respecto.
Pero hay una de esas citas célebres imposible de congeniar en este dilema de si el buen libro es el uno o el otro. Pertenece a Sir Francis Bacon, famoso estadista y filósofo británico (1561-1626), a quien se le atribuyeron, sin prueba, algunas obras de Shakespeare.
Bacon dijo una vez que “algunos libros son probados, otros devorados, más poquísimos masticados y digeridos”: tratándose del texto electrónico, la espléndida ironía baconiana pierde asidero y muere.