La tarde ya cedía cuando vi doblar la esquina al van Toyota blanco de Jorge Arturo. Sorprendido, consulté el reloj. Casi las seis PM. Llegaría en punto. Jorge gozaba de un impecable prestigio de impuntualidad, cultivado con el cariño y la paciencia de un buen hortelano.
-“Parece que esta vez es en serio”-, me dije. -“Vamos a casa de Rodil, yo no estaré presente, tengo tareas que cumplir, pero él te informará”-, me anunció Jorge. -“Todas las piezas están ya en su lugar. Será muy pronto”-, continuó.
-“¿Cuándo?”-, pregunté. “Horas, Roger. Horas”, respondió.
Rodil estaba en la sala de su casa, frente a un maletín abierto, del que asomaba una pistola escuadra 45.
Me explicó algunos detalles. “Debo volar fuera del país a traer unos coroneles. Será de noche y volaré muy bajo para evadir los radares. Nunca lo he hecho, pero creo que podré”. Quería decir algo más, pero vacilaba.
El amigo es orgulloso y no gusta de pedir favores. Rodeaba y evadía su tema. Un apagón le dio oportunidad de pedir sin que le viera.
-“ Si muero, te ruego que escribas mi epitafio”-.
-“Cuenta con eso”-, respondí.
No hubo noticias en los días siguientes. Yo debía esperar, no llamar.
-“Las horas de Jorge Arturo tienen más de 60 minutos”, observé.
Nada ocurrió, nada se me explicó, nada pregunté. Y olvidé por completo el epitafio.
Años después, recibí un fax de Rodil, sin explicaciones, que contenía cuatro cuartetos de versos, rimados todos en la sílaba final de cada uno.
Era su epitafio, escrito por él. El primer cuarteto dice: “Aquí yace Rodil Rivera/ quien viviera la vida a su manera/ como potro en la pradera/ sin bridas y sin frontera”.
Sentí que había incumplido mi palabra, pero me hice el cuento de que el encargo había sido para el caso que él muriera en aquella aventura.
Y de nuevo, los años pasaron sin que el tema del epitafio fuese recordado.
Hasta el día en que murió don Octasiano Valerio, padre de Rolando y Jubal, miembros queridos de nuestra generación.
Acudimos en masa al cementerio general. Cuando todo concluyó, nos encaminamos hacia la salida por la calle central.
-“Ya los alcanzo”-, dijo Rodil, tomando un sendero lateral que todos seguimos sin darnos cuenta.
Le encontramos con el picapedrero, discutiendo su lápida, en la que serían tallados los cuarteros de su epitafio.
Nuevos epitafios surgieron de ingeniosas bromas.
Y siguieron corriendo los presurosos años.
Cierta vez, conté a Rodil que saldría el día siguiente hacia Miami en viaje de trabajo. –“Yo también voy mañana a Estados Unidos, pero a operarme del corazón. Tengo obstruido el 90% de las arterias”-, me contó.
Durante la primera noche en Miami, en el bar del Club Mystique del Hotel Hilton del aeropuerto, pensé que esta vez el viejo amigo podía morir, sin que yo hubiese cumplido mi promesa.
El bar lleno, vibrante; el vino, la música tropical y las hermosas cubanas poseídas por el frenesí de sus bailes. ¿No era un cuadro ideal para un epitafio de aquel irremediable bohemio?
Escribí sobre servilletas del bar, y no me detuve sino para rellenar la copa.
LA DAMA INOPORTUNA.
Aquí no yace Rodil.
Le visitó fría dama
y él le mostró su canana
de cien tiros por carril.
No será esta vez, señora,
le dijo Rodil, altivo;
esta vez soy quien decide
si me voy o si me quedo.
No es que su interés me irrite.
Bien sabe que yo prefiero de damas la compañía;
pero es poca cortesía
aparecer de repente
y despedir sin preaviso.
Tampoco es muy elegante
llegar sin ser invitada.
Y amenazar a un cristiano
sin previa provocación,
me luce, disculpe usted,
de muy mala educación.
Recuerde además que otras veces,
sabiendo bien que arriesgaba
el hielo de su presencia
yo la invité muy cumplido,
y usted no acudió a las citas.
Es así que por justicia
a este asunto corresponden
detalles elementales,
simples normas de la humana cortesía.
Y nos es que pida, inmodesto,
particular protocolo,
ni entresijos burocráticos
que compliquen su tarea.
Mándeme usted una carta
una misiva,
un billete, una nota, una esquela;
breve memo sería incluso
justo y apropiado aviso.
(Pero no me mande un fax;
sería muy comercial,
y alguna solemnidad
debe conservar el trámite).
Mas en el probable evento
que la elusiva Justicia
la tenga a usted sin cuidado
-un amigo mío ha escrito
que su trilla es caprichosa-
como abogado que soy,
con número del Colegio
y todas mis cuotas al día,
en este mismo libelo/ pido a usted, en buen derecho,
que llegado sea el momento
me emplace en el tiempo y la forma
ya prescritos por la ley;
que yo me notificaré
antes de que venza el término;
y ha de constar en autos
mi rúbrica firme y clara,
pues habré yo de firmar
con la mirada serena
y con resuelta sonrisa.
Una observación final.
Como es usted mandataria,
factor del postrer comercio,
no ignora en manera alguna
los múltiples vericuetos
de la trama judicial;
y como es usted quien promueve
el impulso procesal,
yo le ruego, desde ahora,
que no me gaste otra broma:
no vaya usted a tablearme.
Así habló Rodil Rivera
a la dama inoportuna;
el mismo Rodil que una vez,
en tierras el cementerio,
bajo cielo duro y plomizo,
ante amigos entrañables,
ante tumbas espectrales,
el texto de su epitafio
entregó al picapedrero,
y le ordenó, muy tranquilo,
que lo tallara en su lápida.