Opinión

La Cristiandad aguarda, este día y esta noche, con una mezcla de recogimiento, alegría, piedad y alborozo, la antesala del nacimiento de Jesucristo niño, cuya madre dará a luz el veinte y cuatro de diciembre. Tanto María como José, sus progenitores terrenales, ella ama de casa, él carpintero, buscan en vano un techo donde guarecerse del inclemente frío estacional que afecta para esa época a Palestina.

Toda búsqueda es en vano: los albergues disponibles ya están ocupados por peregrinos que, desde distintos rumbos, han convergido en Belén.


Al igual que ellos, miles de seres, en el mundo y en Honduras, deben dormir a la intemperie por carecer de una vivienda o cuando menos una habitación donde protegerse de las bajas temperaturas y contar con un mínimo de seguridad personal. La calle se constituye, entonces como la única alternativa.


Igualmente, la carencia de empleo obliga a otros miles a migrar hacia lo desconocido, a tierras extranjeras, en pos de trabajo. Si acaso logran llegar al objetivo, tras un periplo repleto de acechanzas, en donde la vida misma está en riesgo, encuentran las puertas herméticamente cerradas y se ven obligados a retornar, bien por su propia cuenta, bien deportados.


Este 23 decembrino estamos en la antesala de una nueva era en la historia humana: se clausura el antes y se inaugura el después de Cristo, estableciendo un parte aguas en el tiempo que marca el destino y el rumbo de las generaciones.


El justificado alborozo conmueve a los fieles, ya que el Redentor, por voluntad de su Padre, descenderá a la Tierra, conviviendo entre nosotros por tres décadas y tres años, para difundir la buena nueva: el Evangelio y, con el sacrificio de su agonía y atroz muerte, redimirnos.


Estamos ante los preparativos del nacimiento; al no poder encontrar un refugio que los cobije del gélido viento, no les queda más que ampararse en un pesebre en donde los pastores y el ganado reposan.


Que ese ejemplo nos sirva de modelo para despertar nuestras adormitadas conciencias, sumidas en la indiferencia ante el sufrimiento y el dolor del prójimo, que padece de hambre, sed y frío, de soledad, angustia y desesperanza.

La Cristiandad aguarda, este día y esta noche, con una mezcla de recogimiento, alegría, piedad y alborozo, la antesala del nacimiento de Jesucristo niño, cuya madre dará a luz el veinte y cuatro de diciembre. Tanto María como José, sus progenitores terrenales, ella ama de casa, él carpintero, buscan en vano un techo donde guarecerse del inclemente frío estacional que afecta para esa época a Palestina.

Toda búsqueda es en vano: los albergues disponibles ya están ocupados por peregrinos que, desde distintos rumbos, han convergido en Belén.

Al igual que ellos, miles de seres, en el mundo y en Honduras, deben dormir a la intemperie por carecer de una vivienda o cuando menos una habitación donde protegerse de las bajas temperaturas y contar con un mínimo de seguridad personal. La calle se constituye, entonces como la única alternativa.

Igualmente, la carencia de empleo obliga a otros miles a migrar hacia lo desconocido, a tierras extranjeras, en pos de trabajo. Si acaso logran llegar al objetivo, tras un periplo repleto de acechanzas, en donde la vida misma está en riesgo, encuentran las puertas herméticamente cerradas y se ven obligados a retornar, bien por su propia cuenta, bien deportados.

Este 23 decembrino estamos en la antesala de una nueva era en la historia humana: se clausura el antes y se inaugura el después de Cristo, estableciendo un parte aguas en el tiempo que marca el destino y el rumbo de las generaciones.

El justificado alborozo conmueve a los fieles, ya que el Redentor, por voluntad de su Padre, descenderá a la Tierra, conviviendo entre nosotros por tres décadas y tres años, para difundir la buena nueva: el Evangelio y, con el sacrificio de su agonía y atroz muerte, redimirnos.

Estamos ante los preparativos del nacimiento; al no poder encontrar un refugio que los cobije del gélido viento, no les queda más que ampararse en un pesebre en donde los pastores y el ganado reposan.
Que ese ejemplo nos sirva de modelo para despertar nuestras adormitadas conciencias, sumidas en la indiferencia ante el sufrimiento y el dolor del prójimo, que padece de hambre, sed y frío, de soledad, angustia y desesperanza.

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