Corría 1994 y el terrorismo asesinaba a 85 personas colocando explosivos en la AMIA -Asociación Mutual Israelita Argentina- en Buenos Aires. Extrañamente el Estado no pudo resolver un caso sencillo cuando las pruebas físicas estaban disponibles. Pero años de investigación posterior habrían probado la responsabilidad del gobierno iraní, a través de cinco funcionarios que serían los autores intelectuales del atentado.
Días atrás, el fiscal Alberto Nisman, que hacía más de diez años investigaba la causa AMIA, apareció muerto con un balazo en la sien, según las pericias oficiales, poco antes de mostrar en el Congreso Nacional las pruebas de una durísima denuncia: afirmaba que la presidenta de la nación y otros funcionarios dirigieron una “operación”, con la participación de los servicios de inteligencia, para “desvincular a Irán” –y eventualmente inculpar a inocentes a- cambio de “acuerdos comerciales”.
El gobierno asegura que Nisman se suicidó y la hipótesis es respaldada por la fiscal interviniente que, en cualquier caso, no descarta un “suicidio inducido”. Y los rumores apuntan a diversos culpables empezando por los principales beneficiados con su muerte, el gobierno argentino, hasta los servicios de inteligencia, incluidos varios extranjeros.
De hecho, el fiscal muerto era seguido de cerca por muchos al punto que su nombre apareció reiteradamente en los cables de la embajada estadounidense en Buenos Aires, filtrados por Wikileaks.
Según una reciente encuesta, el 76% de los argentinos no cree en la hipótesis del suicidio voluntario. La escena de la muerte “parece un traje a medida” para que parezca que se quitó la vida. “Suicidios” que parecen estar de moda porque se han producido varias veces en Argentina, como en la causa por la venta ilegal de armas a Ecuador y Croacia que dejó un sospechoso “suicidado” y una testigo mortalmente “accidentada”. Y no solo en Argentina sino en muchos países donde los servicios secretos se manejan “acostumbrados” a ejecutar personas por “razones de seguridad nacional” que, muchas veces, se transforma en “seguridad” para ellos.
En cualquier caso, Nisman, un fiscal estatal, acusa al Poder Ejecutivo en una causa sospechosamente no resuelta por el Estado, con demasiados servicios secretos involucrados. Y la causa AMIA ahora queda en manos de otro funcionario del gobierno que debe nombrar un fiscal reemplazante para una causa en la que está acusado. En fin, es muy ingenuo creer en la “independencia” de los poderes estatales, sobre todo del ejecutivo que financia a los demás incluidos los que portan armas. Aun cuando Nisman era, precisamente, un fiscal estatal que parecía independiente, esta trama pareciera demostrar que los díscolos nunca llegan muy lejos.
Sea como fuere, la muerte del fiscal -homicidio o suicidio inducido- demuestra, una vez más, que la violencia produce el efecto contrario. Ahora, más que nunca, el mundo entero se interesará por las investigaciones que estaba realizando, de hecho, su muerte.