Tres veces he intentado escribir este artículo, que desea transmitir un mensaje de unidad y esperanza, a la vez que una advertencia de los peligros que asechan la convivencia política de la nación.
Primero decía que la crisis fiscal es antigua irresponsabilidad de todos: gobiernos, partidos políticos, líderes, empresarios, dirigentes sociales, contribuyentes, todos hemos creado el desastre, de una forma u otra.
Que hacía falta una dolorosa reforma fiscal, nadie lo negaba. Que urge un gobierno fuerte, de orden y disciplina, lo sabemos desde hace décadas. No lo neguemos ahora.
Pero luego vino la marea de protestas de la clase media que, otra vez golpeada, repudiaba la imposición de las mismas cargas sobre la misma gente.
Hacía falta entonces aclarar que las medidas pueden y deben ser mejoradas, pero que el abismo fiscal no da tiempo ni espacio para innovaciones geniales.
Luego, la natural insatisfacción popular se convirtió en indignación, porque nada fue explicado ni aclarado con antelación.
¿Olvido de los políticos, descuido de los técnicos? ¿O fue arrogante desinterés en la reacción de la gente, que debe ver, callar y obedecer?
Sin embargo, no deja de confundir ni de esperanzar la prudencia de la opinión pública y de los medios, su interés primordial en recuperar la economía, el empleo y la seguridad.
Creo que las dudas de este artículo provienen de la velocidad vertiginosa que el Congreso trajo a la vida política en las últimas semanas.
Saliendo de cuatrienal sopor, el Congreso recordó que su función es legislar. En un arranque de vitalidad laboral, venció su alzhéimer legislativo y con heroico denuedo atacó su pila de pacientes proyectos de ley, leídos algunos, dictaminados otros, olvidados los más.
Mientras atacaban la mora, los diputados hallaron tiempo para hacer una generosa abdicación de facultades constitucionales, en beneficio del Ejecutivo.
Hicieron tiempo para acortar el período legal de los Procuradores de la República y de los magistrados electorales, y de seleccionar otros más nuevecitos.
Ha sido tanto el trabajo que, según video de un medio televisivo, el Congreso tuvo que acudir al refuerzo de alguien que no era diputado, pero sí lo bastante sagaz y diligente para saber por quién y por qué votar.
Ahora bien, si las elecciones fueron aceptadas por los perdedores; si la gente se ha resignado al ajuste; si el Partido Liberal está postrado y plegado al nuevo poder; si los medios informan con prudencia; entonces, ¿para qué todo este desparpajo?
Quizás esta pregunta sea inoficiosa. Quizás el nuevo presidente se ha pertrechado para asumir, sin trabas, la totalidad de su autoridad, y por tanto, la totalidad de su responsabilidad.
Y eso es lo que cuenta. A los políticos se les juzga por sus resultados, más que por sus maniobras.
Juan Orlando Hernández ha demostrado su afición al poder y su determinación para usarlo, sin retrocesos.
Esa no es pequeña cualidad entre nosotros, acostumbrados, con señaladas excepciones, a presidentes que han abusado del poder sin resultados o a blandengues improductivos.
Nadie más que él sabe si quiere ser una histórica excepción o un abusador sin resultados.
Mientras tanto, los sin poder, los que opinamos de buena fe, los hondureños en general, deberíamos ayudar al presidente a clasificarse entre los mejores, desde una oposición ciudadana no partidaria, con apoyo crítico y vigilancia permanente, en respaldo condicionado a resultados, para nuestro bien y el de la patria.
Esta columna comienza su apoyo de oposición constructiva con dos respetuosas observaciones.
Como quiera que se vea, la frágil institucionalidad del país ha sido dañada de nuevo.
Pero recuerde, señor Presidente, que si sus actos futuros han sido legalizados de antemano por el Congreso, la legitimidad de los mismos no puede ser obra más que suya.
No basta vencer. También hay que convencer, como exigía Unamuno. La legalización de los actos políticos puede vencer, pero solo su legitimidad puede convencer.
Piense que la oposición severa a su gobierno no vendrá de los otros partidos políticos, sino de la clase media más joven.
He insistido en que la revuelta de la clase media sube de América del Sur hacia nuestra región. Trae una energía poderosa, que usted podría poner al servicio del país y de su democracia.
No la ignore, más bien espérela.