La guerra civil en Siria, alimentada desde el exterior, tiene en jaque al régimen del presidente Bachar el Asad, pero su principal víctima es la población civil.
Como lo hemos visto en los últimos años en varias naciones del mundo, los bandos en conflicto dicen actuar en defensa de la ley, de la Constitución, de la soberanía, de la libertad, de la democracia, de Dios, de los pueblos o contra regímenes dictatoriales, peligrosos y represores, pero en conclusión se trata de mantenerse en el poder o expulsar de él a un régimen hostil o simplemente desobediente a los mandatos de los centros del poder mundial.
Así nos lo recuerdan los millones de civiles muertos o lisiados; que perdieron sus propiedades, negocios, empleos; que debieron huir de sus países o que hoy viven en peores o iguales condiciones que cuando gobernaban los regímenes derrocados en Irak, Afganistán y Libia.
En los casos de Libia y ahora de Siria, las guerras civiles promovidas, apoyadas y financiadas por las potencias occidentales son una desviación de la “Primavera Árabe”, la rebelión pacífica de los pueblos de varios países del Medio Oriente y del norte de África que puso fin a viejas dictaduras como la de Túnez y Egipto, y lucha por cambios en otras que como las de Arabia Saudita y Bahréin, que en vez de presiones reciben el apoyo de los países más poderosos de la tierra.
Mientras, después de todo el sufrimiento, los iraquíes y los libios, siguen siendo víctimas de la violencia, la falta de libertad y las violaciones de los derechos humanos, la población civil de la ciudad siria de Alepo —unos escapando y otros paralizados por el pánico y sus circunstancias personales— está a la espera de una batalla decisiva entre el gobierno y los rebeldes, entre los que, como ya había ocurrido en Irak y Libia, tampoco faltan los extremistas musulmanes.
Pero en nuestra América se está observando en estos precisos momentos un ejemplo de población civil cansada y dispuesta a actuar para no seguir siendo víctima de los guerreristas. Quizás esto sea posible porque allí todavía no llegan los grandes intereses internacionales.
Se trata de los indígenas del norte del Cauca (suroeste de Colombia) que han decidido expulsar de sus territorios ancestrales tanto a las guerrillas de las FARC como a las tropas del gobierno, cuyos enfrentamientos les han dejado luto, destrucción y muerte.
La intervención de la comunidad internacional en los conflictos del mundo debiera ser para ayudar a las víctimas y no para estimular más a los guerreristas.